Ésta es la tercera novela de Gene Kerrigan que publican en Sajalín Editores, tras La furia y Delincuentes de medio pelo. Cuando uno abre una obra de este escritor y periodista irlandés le sucede como cuando lee, por ejemplo, a Elmore Leonard: todo lo que esperaba que podría ocurrir, no ocurre; Kerrigan nunca es convencional. La sorpresa es uno de los efectos de este autor, sobre todo en sus finales más bien amargos. Pero también, como decía el compañero Daniel Ruiz en Estado Crítico, en los libros de Kerrigan es fundamental el ritmo. En El coro de medianoche va alternando pasajes en los que aparecen inspectores, yonquis, detectives, mafiosos, atracadores… Ya escribí una vez que Kerrigan concede el mismo protagonismo a los policías que a los delincuentes. En sus novelas no toma partido.
El escenario de la historia es el Dublín contemporáneo, un lugar que parece idílico para el viajero e ideal para el turista, pero del que Kerrigan nos enseña la mierda que anida en capas bajo su superficie. Tenemos a un inspector que no se calló la boca en su día y que, a la manera de Frank Serpico, sufre el desprecio de sus compañeros. Tenemos a una mujer a la que encierran por amenazar a una pareja con una jeringuilla llena de sangre, y que suele darle soplos a ese inspector a cambio de favores y de ayudas en sus condenas. Tenemos a un tipo que iba a suicidarse hasta que dos polis lo convencen para que no lo haga y descubren que ha cometido algunos crímenes. Hay un chaval acusado de violación y un atracador que comete un par de errores… Y todos estos personajes, y unos cuantos más, van entrelazando sus vidas entre Dublín y Galway.
Kerrigan nos plantea, con sus personajes, un dilema moral: sobre si es más conveniente hacer lo correcto y afectar a terceros o si es mejor callarse para que todo siga su curso aunque la culpa nos reconcoma. Aquí va un fragmento:
Aquel día, cuarenta y ocho horas después del descubrimiento de los cadáveres, había que sacar el máximo rendimiento a los recursos desplegados y Mills estaba solo. Además, nada hacía pensar que pudiese pasar algo. Era como si los asesinatos formasen parte de un programa de televisión que empezaba a borrarse de la memoria de la gente. Los vecinos tenían que hacer la compra del sábado y los medios de comunicación ya le habían sacado todo el jugo a la escena del crimen. Los reporteros de la prensa diaria estaban descansando y los de las ediciones dominicales analizaban los asesinatos desde sus mesas de trabajo, tratando de mantenerse ocupados engatusando a algún contacto de la policía para obtener información de última hora, que en aquel caso era escasa.
[Sajalín Editores. Traducción de Ana Crespo]