Me llamo Czesław Przęśnicki, soy un miserable inmigrante de Europa del Este y un escritor fracasado, hace tiempo que no mantengo relaciones sexuales y estoy ingresado en un manicomio en Bélgica, un país que lleva un año sin gobierno. Las razones por las que me encuentro entre los fríos muros de un hospital psiquiátrico en el norte de Europa son para mí un misterio igual de inexplicable que el fracaso de mi vida sexual, que desde hace años me tiene sumido en la abulia y la frustración.
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Pero los escritores escribimos por unas razones que resultan de nuestra bajeza moral, a saber, ambición, ego desmesurado, angustia, ganas de destacar, arrogancia y miedo de morir.
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-Escribir en un idioma extranjero es una experiencia asombrosa; es más –Cioran continuaba mirando al cielo–, para un escritor cambiar de idioma es como escribir una carta de amor con un diccionario.
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-Tengo que irme. Oye, ¿de qué va esa historia de kaskader?
-Es el protagonista de mi novela en antártico, un doble polaco que de día salta al vacío en los rodajes de las películas de acción y de noche escribe una novela en un observatorio astronómico. –Miré al suelo.
-Saltos, vacíos y abismos suelen ser pretenciosos, Przęśnicki –Cioran se subió a la bicicleta–, pero lo importante es que el libro no esté en tu lengua materna y que sea peligroso. Cada libro tiene que ser un peligro.
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Ionesco apretó los labios y me dirigió una mirada cansada.
-¿Por qué la gente espera que los autores contestemos a preguntas? –abrió la puerta–. Soy autor porque deseo hacer preguntas. Si tuviera respuestas, sería político.
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-Lo importante, Przęśnicki –Agota Kristof dio una calada rápida–, es escribir. Primero hay que escribir. Luego hay que continuar escribiendo. Aunque lo que uno escriba no interese a nadie.
[Editorial Minúscula]