La niña se detiene en un esquinazo de tiempo asfaltado y, resguardada en su voz de algodón, me pregunta el motivo de que la luna no deje de seguirnos. Miramos juntos al cielo y desde allí, y a pesar de ser aún media tarde, se dibuja ya una considerable porción blanquecina del satélite.
Al instante, la pequeña se lanza a una de esas carreras alocadas que solo los infantes pueden desplegar. Son las cabalgadas inocentes que se sabe cuándo empiezan, pero no dónde acaban. La sigo inquieto hasta que se detiene en otro rincón suspendido en la cotidianidad del barrio. Entonces señala con su dedo regordete, ese que aún no sabe que ya no es un bebé, hacia una planta regada de flores. La vorágine del cuidado paterno se congela un segundo ante la contemplación de la belleza. Le digo que las mire, que las toque con cuidado, y la niña luna las roza a penas con las yemas de unos dedos aún tiernos de vida y culpa. Y, al observarlas, pienso:
Flor de almendro (o eso creo), regalo de la tarde, caricia de sol.
No sé si llego a pronunciarlo, pero nos llevamos, entre otros, este recuerdo.
Relatos de invierno II.