Practica Esther Peñas una poética densa como un racimo. Ancha, con más verbos que nombres y nombres que adjetivos. Alberga opuestos, da testimonio, rinde cuentas de la experiencia, libera anhelos, proclama alguna certeza. Una suerte de camino de perfección donde el murmullo de la desesperanza deviene verbo creador a cada paso. Una escritura en cascada, un fragor de voces resuelto en río de palabras –paso, torre, piedra, raíz, rama, madera, por citar solo algunas-, cauce de símbolos poderosos, que convoca a quien lee a un ejercicio de meditación sobre el amor más hondo, otro conocimiento o desconocimiento, ese «reino pequeño de la fiebre» que Esther Peñas en El paso que se habita sencillamente anuncia preñado de belleza.