Muerte acaricia
cuando el poeta
entra en la hoja.
Hoja traumada por el verso.
Es fuga, caída,
y escapa.
Tiene el fuego en sus bolsillos, explota.
Florece en la inmundicia y la belleza.
Muere viviendo su existencia
y la de otros.
Escapa en zarpazo voraz
del papel,
dejando sobre él
la inscripción de un pedazo de mundo.
El poeta en su umbral
donde sangra y vive,
nace, no es cementerio de alma,
muere y renace.
Va en el valle,
en las sombras,
persiguiendo soles y lunas.
Es el sueño de vivir como un ángel,
poeta caído de la nube.
Viaja en la carbonizada imagen
de la página y la pluma,
terremoto de palabras.
Ir por el bosque en feliz agonía.
Ser eco del silencio,
la tormenta de la noche,
pluma ensangrentada.
En pasos melancólicos
se adentra en su espíritu.
Con su manto raído exclama
a los vientos del bosque:
¡Existo! ¡Existo!
Camina en soledad
pisando otoño.
Descubre en su poesía,
En su cuaderno,
en su mirada
y en sus dedos magnéticos,
una imagen.
La poesía es la destrucción del poeta,
muerte acaricia al teclear la máquina.
Y cuando muere,
renace, vidente de esferas y ensueños.
El poeta crea cuando es destruido.
Se desliza en horizontes lejanos.
Flota en estrellas desgarradas.
Sigue en el sendero,
arde su piel.
El dolor por el suicidio
vive en cada huella,
en cada reflejo
de la feliz agonía.
La poesía es la destrucción del poeta.
Rubenski Pereira, de Latido izquierdo (Chamán Ediciones, 2018)