Lamento mi desaparición del blog estas semanas, pero tengo una buena coartada: me he trasladado de ciudad sin acceso a internet y con muchos más libros de los que recomienda Marie Kondo. No me ha dado tiempo a poder comunicarme con vosotros, casi ni a leer, pero os tengo siempre presentes en mis oraciones. No obstante, este vacío temporal ha sido productivo, al menos para mi ego. El sábado pasado apareció una reseña de mi último trabajo, Todos los putos días, en el periódico con más solera de Castilla-León, El Norte de Castilla, donde recordaréis que trabajó el gran escritor y periodista vallisoletano Miguel Delibes, tristemente poco recordado y menos valorado. Quería agradecer las más que amables palabras del crítico y editor en Libros mayorquecero, Ciro G. Jiménez. Siempre es de agradecer que alguien valore tus obras, pero más si eres consciente del gran hacer de otro crítico durante más de veinte años. Un placer y un orgullo. Os dejo con la reseña.
El talismán de la costurera
DESPUÉS DE TODO
He oído decir, no sé donde, porque no soy aficionado al boxeo, y las películas sobre boxeadores tienden a aburrirme, que los mejores púgiles se distinguen por su capacidad de soportar golpes devastadores, antes que la de propinarlos. Hay veces que un lector precisa de esa capacidad. Hay veces que un libro está hecho para golpear al lector hasta dejarle tocado, falto de aire, tendido en una lona sin deseos, quizás sin capacidad, de levantarse. Algunos de Camus, cualquier Cioran, el bonito ensayo de Ligotti sobre la maldad intrínseca de la vida y alguno de sus mejores relatos, prácticamente todo Sábato, Onetti la mayor parte del tiempo, algún Rimbaud, el señor Isidoro Ducasse, alias Conde de Lautremout. Hay líneas de Inclán igualmente aniquiladoras. Dante lo intentó con el primer libro de la Comedia. Falló: se le ve demasiado el plumero. También hay fragmentos de Cărtărescu que, aislados del contexto general, pueden ser demoledores. Muchos ejemplos se pueden añadir. No creo que ningún escritor importante –Kafka, Kafka no puede faltar en esta lista, ni Bolaño, ni Dostoievski, ni…- haya podido evitar alguna vez alzar el puño. Swift, a pesar de que sus golpes también nos muevan a la risa. Ah, y Kennedy Toole. Quizás los perores, porque la risa solo hace que duela más.
A veces los golpes son precisos, dados con el tino de uno que sabe dónde duele, y tiene buena puntería. Otras veces la golpiza se precipita sobre ti un poco a tontas o locas, impactando donde puede, ciega, pero con una rabia desesperada e imparable: un libro berserker. No sé, a decir verdad, a cuál de estos dos tipos, el temperamental o el quirúrgico, corresponde Todos los putos días, de Berta Delgado Melgosa. Quizás un poco a ambos. No estamos nunca seguros de si ese afán de Irati, narradora protagonista, de abrigarse en lo que duele, en el lamento, en las pequeñas mezquindades, propias y ajenas, es regodeo o claridad. La vida de Irati nos parece terrible. Desoladora de hecho. No nos cae bien –no es su intención caernos bien- porque es despiadada consigo misma de un modo que nos resulta incómodo, porque está llamándonos cobardes a la cara. Sabemos que ponernos en su piel, aceptar sus reglas del juego, nos lleva a reconocer en nosotros lo poco halagüeño. Y lo peor, que esa – la llamaré maldad, aunque no me parece del todo atinado- maldad pequeña, es eso: algo insignificante, mierda y barro. Igual que todo lo demás, dentro o fuera. Y aún así, Irati no logra caernos mal del todo. Frase a frase –cada una precisamente trazada, persuasiva; envolvente: un alambre de púas doradas- nos mete en sus zapatos. O nos clava sus zapatos en el cráneo. A veces nos engaña: se dice masoquista, pero no es masoquismo lo que mueve a un animal a tocarse la herida, a hurgar la caries, si no evaluar los daños. Confiesa su envidia, su sentido de inferioridad, pero en esa confesión no deja de centellear el orgullo del que se sabe, en el fondo, mejor que el envidiado. Así que nos dejamos invadir por ella, por su ambigüedad- la ambigüedad es una maestría literaria difícil de dominar-, hasta un lugar en el que quizás no hay esperanza, o sí, o no importa. Al irrefutable reconocimiento de algo que nos ocultamos la mayor parte del tiempo. Lemmy lo cantó con su voz de tabaco: “I´m not a nice guy after all”: No soy buen tío, después de todo.
Ciro G. Jiménez. Reseña aparecida en El Norte de Castilla 2/02/19
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