Historias de invierno.


El mundocada vez lo tengo más claro, es un lugar extraño para gente como yo. El sábado por la mañana fui a un centro comercial a hacer unos recados, entre otras cosas a comprar leche para mi hija. El enorme vestíbulo, donde normalmente corren los chavales en torno a un mini parque y algún jubilado toma un café en una especie de quiosco fashion, era una fiesta. Llegué en ese momento eléctrico en el que la colectividad sabe que el objeto de su deseo está a punto de aparecer. Era una marea humana arremolinándose y gritando entre el fervor descontrolado y la admirativa pulsión sexual. Al minuto, salió a la palestra una chica rubia, agraciada pero no en exceso, con un chándal azul marino. La multitud, arrobada por el instante, comenzó a corear un himno que se me escapaba. Bueno, más bien nunca lo he oído. Se trataba de una tal Alba Reche. No la había visto en mi vida, ni recordaba el nombre, más allá de la falsa cercanía que una sonoridad potente como esta puede crear. El marketing no falla.
El universo se ha estancado, espaciando su dinámico y constante devenir en un instante, y una jovencita rayana en la adolescencia, no exenta de cierto aura, da abrazos con la soltura del coach en plena catarsis emocional. Hay algo de energética y vibrante puesta en escena en cada encuentro, en cada beso, en cada palmada en la espalda. La muchacha al parecer es una cantante de un conocido y televisivo concurso de talentos despierta una gran dosis de fascinación y sugerencia en las distancias cortas y, sin perder la sonrisa amable, firma en CDs, en escotes, brazos, pantorrillas y hasta en muslos. Ahí se despliega sin que nadie lo sepa toda una imaginería de ex votos modernos. Esas extremidades no se lavarán en cierto tiempo, se fotografiarán y pasarán a engrosar cientos de publicaciones en redes sociales, los nuevos templos del fetiche y la egolatría. 
El fenómeno fan no es nuevo. La situación me ha hecho pensar en cómo se forjó el Star system cinematográfico ─todo un canto a la fidelización de los espectadores─, y en los profundos y perennes escalones del consumo más visceral que han quedado prendidos como arañazos en nuestro devenir social.
Tampoco me escama la pastosa facilidad que tienen nuestros días, y todos los tiempos que en Clío han sido, para generar ídolos fugaces, tan amados como rápidamente olvidados. Es algo tan antiguo como posmoderno. De hecho, lo que más me desazona es que una perfecta desconocida para mí, y conste que no lo digo para hacer gala de una recalcitrante lejanía con modas pasajeras y con la más mortificante actualidad, pueda suscitar tantas pasiones. Todo ello no deja de demostrarme que mi reino, si es que existe, no es de este mundo.

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