INCENDIOS COTIDIANOS
Llueve afuera, mucho, y la ciudad se descompone en murmullo de afluencias desordenadas. Las voces pierden entidad y los movimientos se ralentizan casi antes de desaparecer. Hace frío afuera, mucho. También aquí, en el rincón de esta terraza donde he erigido mi mínima patria de gramáticas y ensoñación. Que escribo y leo en la terraza de casa, o sea, porque es el único lugar donde retener los malos humos de mi tabaco y evitar que agríen la atmósfera del hogar. Y hace frío, ya digo, mucho. Pero a pesar del frío y la lluvia, de esa lasitud que a uno le imponen los días de otoño, la cabeza bulle en ideas que se atropellan buscando una salida. Y escribo. Y fumo.
Anoche también llovía, las bajas temperaturas mordían aun con mayor ahínco. Anoche finalicé la lectura de este volumen de relatos que ahora, lector, tienes la fortuna de acariciar. Cuando hayas terminado de leerlo comprenderás por qué, anoche, salí de la cama y paseé inquieto los escasos metros cuadrados del hogar como a la búsqueda de un tesoro. Consumí un cigarro debidamente aderezado y, tras dejar vía libre a mis elucubraciones, concluir que podría haber salido a la calle a consumar un crimen o masturbarme en la cocina, por ejemplo, regresé a la cama consciente de que el ansiado tesoro permanecía sobre las sábanas, reclamando una sosegada relectura.
Creo que ya dejé escrito, en algún lugar, que leer a Pepe Pereza es deshonrar su apellido artístico. Si no lo hice, aprovecho para hacerlo ahora como advertencia al lector que se interne en las páginas de este volumen y se vea arrastrado sin remedio a la actividad sensorial más frenética, la que el autor esculpe, en cada página, con el cincel afilado y granate de su pluma. También he dejado escrito que considero a Pepe Pereza el máximo exponente, en nuestro país, de una tradición literaria que demasiados ningunean, a día de hoy, intentando epatar al lector con crueldades y exabruptos carentes de fondo, calidad y el supuesto realismo de que intentan revestirlos. Me refiero a eso que hemos dado en llamar «realismo sucio». Que no, que no se trata de hacer retratos barriales o dárselas de maldito utilizando la primera persona para hablar de excesos farmacológicos o sexuales. Que no consiste en mal copiar lo más etílico de la prosa de Bukowski. Que el tal «realismo sucio» es otra cosa, más similar a la diestra disección de la psique del ciudadano medio que ejercitaba Carver. Y Pepe Pereza eso lo borda, en cada uno de sus relatos. Certera, feroz, sensible, equidistante y exacta como una deflagración terrorista calculada al milímetro, pero con la belleza que a dicha explosión siempre faltará, su prosa es piedra en que afila colmillos la literatura más pugnaz.
No conozco a ningún autor patrio actual que maneje con tanta habilidad los límites formales y temporales del relato. Su geométrico manejo del fraseo corto y carente de artificios, musical en su evolución, pictórico casi, en su tersa manera de afianzar la verosimilitud de lo narrado; la normalidad de esos personajes que, desde los primeros párrafos, se muestran como evidentes ejemplos del ciudadano actual, una especie de doble del propio lector o de cualquiera de sus conocidos; la opresiva atmósfera de una normalidad que semeja calma precedente a la tormenta; el fulgor repentino, inesperado, de un acto o pensamiento desconcertantes; todo ello delineado con una sabia arquitectura de la palabra y una aritmética exacta del sentimiento.
«Realismo sucio», sí, podríamos llamarlo. Pero quedaríamos cortos si nos limitamos a utilizar esa etiqueta. Porque los relatos de Pepe Pereza van más allá, creando un nuevo género que bien podría llevar su nombre.
Los personajes que pueblan este majestuoso volumen de relatos son como cualquiera de nosotros. El autor no tiene que recurrir a fabulaciones, invenciones ni excesos para mostrar la realidad que nos rodea y, de paso, recordarnos que bien pudiera ser la nuestra. Por sus páginas pasean pensamientos, palabras, ilusiones y zozobras, un tropel de ciudadanos como nosotros: camareros, carniceros, jubilados, agentes inmobiliarios, actrices de segunda, celadores, camioneros, operarios de almacén, enfrentados todos ellos a situaciones tan cotidianas como una relación sentimental o un empleo abocados al fracaso, una visita al dentista o a la madre impedida, una ronda de licores en un bar cualquiera o un paseo en coche bajo la lluvia. Estas páginas son los espejos de normalidad a que el lector se asoma para, de repente, sin preaviso, recibir el impacto de lo inquietante. Y es que la realidad más plana que podamos imaginar guarda celosamente en su interior la violencia de lo insólito.
A pesar del frío, de la lluvia, la nieve, la glacial apatía que invade las vidas de todos y cada uno de los protagonistas de este fascinante fresco de lo cotidiano actual, la llama de la vida interior y su sugerente amenaza. A pesar del frío meteorológico común a todos y cada uno de los relatos de este volumen, la turbadora incandescencia de lo aparentemente irracional.
Llueve afuera, y hace frío. La vecina de enfrente contempla sin disimulo cómo fumo, asomado a la terraza, y pensará que mi vida es tan normal como yo imagino la suya. Sólo un maestro de la narrativa como Pepe Pereza sabría mostrarnos a ambos lo equivocados que estamos. Nadie como él para erigir un monumento literario con la mísera épica del hombre común.
Porque a pesar del frío, la vida quema, y este volumen es inigualable relato de los incendios que provoca.
Pablo Cerezal, octubre de 2018