Prestigio, de Rachel Cusk


A veces, dijo, se entretenía rastreando en los rincones más profundos de la web, donde los lectores daban su opinión de los libros que compraban como si valorasen la eficacia de un detergente. Lo que había aprendido estudiando esas opiniones era que el respeto por la literatura está grabado muy dentro de la piel, y también que la gente tiende muy fácilmente al insulto.

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Invitaban a muy pocos escritores a ese programa, dijo, y estaba muy contenta de que yo estuviera entre los elegidos, porque cada vez era más difícil encontrar oportunidades para promocionar los libros. El formato era muy sencillo y la entrevista duraría unos quince minutos como máximo, porque en el último medio año habían recortado la duración del programa. No estaba exactamente claro por qué lo habían hecho, aunque daba la sensación de que todo lo relacionado con la literatura encogía cada vez más, como si el mundo de los libros estuviera gobernado por el principio de la entropía, mientras todo lo demás seguía proliferando y expandiéndose. Los periódicos dedicaban ahora a las reseñas la mitad de espacio que hacía diez años; las librerías cerraban una tras otra, y, con la llegada del libro electrónico, había agoreros que vaticinaban la irremediable desaparición del libro como entidad física. Estamos amenazados de extinción, dijo Paola, como el tigre siberiano, como si las novelas, que antes eran fieras indomables, se hubieran vuelto criaturas frágiles e indefensas. Hemos fracasado en la promoción de nuestros productos en algún punto del camino, quizá porque la gente que trabaja en el mundo literario es la misma que en secreto piensa que su interés por la literatura es una debilidad, una especie de flaqueza que los diferencia de los demás. Los editores partimos del supuesto de que los libros no interesan a nadie, mientras que los fabricantes de copos de cereales están convencidos de que el mundo necesita los copos de cereales como necesita que el sol salga por la mañana.

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Un amigo suyo decía una frase que siempre le hacía mucha gracia: la vida era la venganza de los torpes, y esta idea tan seductora –la de que fueran los ratones de biblioteca de los que todo el mundo se burlaba quienes finalmente se hacían con el poder– cobraba  ciertos matices cuando se aplicaba a los escritores, que en general seguían sin resolver la cuestión del poder. Un escritor únicamente alcanzaba poder cuando alguien leía sus libros: quizá por eso había tantos escritores obsesionados con que se hicieran películas de sus novelas, para eximir a la gente de la parte ardua de la transacción.


[Libros del Asteroide. Traducción de Catalina Martínez Muñoz]  

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