INOCENCIA
Perdí la inocencia
el día que corté todas las cuerdas
a golpe de incisivo,
cuando dejé de criopreservar
las despedidas
y en la palabra adiós
tembló todo el futuro
congelado,
la primera vez que ningún pájaro
escogió mi despiste de alimento
y no hubo un grillo pródigo
que volviera a cantarme
dentro de la cabeza.
Perdí la inocencia
cuando dije:
No más, hasta aquí,
au revoir, totsiens,
sayõnara, arrivederci,
cuando me sentí estúpida
abrazada a algún árbol,
cuando todas las alternativas
que inventaba
le sirvieron de excusa
al conductismo
para convertir mi sueño
en diagnóstico.
Perdí la inocencia
cuando Kobayashi
dejó de susurrarme:
"Simplemente confía.
¿No revolotean así
también los pétalos?"
cuando me tuve lejos
y el tiempo se detuvo
audaz e insobornable
dentro de una promesa,
cuando me tuve cerca
y no tuve el valor
de conocerme.
Y perdí la inocencia
en cada noticiario,
en cada mujer muerta
con la que muero un poco,
en toda la tristeza
que pernocta en los ojos
de la gente sin nombre
que se abriga los miedos
con una manta vieja
y expatriada,
en las urnas, las cenizas,
los votos, los rebotes,
las crudas decepciones,
todas las acepciones
que escondemos a un tiempo
debajo de la manga
y de la lengua
para buscarle al miedo
otro significado,
en el fuego de Alepo,
en la piel consumida
lentamente,
en la sangre que mana
como savia
y es moneda de cambio
entre los ignorantes
que nunca han conocido
cómo ruge el amor
y no saben vivir
sin arrasar consigo
la vida de los otros.
Perdí la inocencia
cuando una Frida Kalho
mercantilizada
lloró su identidad
en la ropa de Berskha,
cuando mi desconcierto
no sonó a libertad
en la cámara gris
de todos mis neumáticos,
cuando al fin comprendí
que un beso de verdad
no se planea nunca
aunque alguien lo proyecte
como una bala húmeda
al centro de los labios.
Perdí la inocencia...
pero puedo sentirla
pellizcando mis nalgas
debajo de las sábanas
sólo con que susurres
a mi oído:
- Creo en ti
y te traigo dos grillos del jardín
que cantan como nadie
"La Bohéme" de Puccini.
Puedo tolerar la ausencia
de mi fe,
la tuya no.
*
EN MI DEFENSA
Y fue por eso, señoría,
que ahogarme, sumergirme,
zambullirme de lleno,
bullir, hervir,
calarme hasta los tuétanos,
rebanarme los huecos,
los abismos,
sentir húmedo el húmero
y tibia la prudencia,
por eso
que empaparme, empañarme,
empacarme y lanzarme
como un maletín roto
al fondo del oceáno,
hundir el corazón, los pies,
las manos,
urdirme hasta los planes,
multiplicar las penas
y los los peces,
perder casi el aliento,
beberme hasta acabar
con la marea,
por eso
que asfixiarme, atracarme,
sumergirme la piel y el
archipiélago
debajo de su piel y su
archipiélago,
con predemeditación, alevosía
con este mareaje tormentoso,
este malaje hídrico y perverso,
este batir de olas y de adioses,
terminó convirtiéndose
en algo inevitable.
Por eso...señoría,
soy culpable,
por el regusto a sal
en las encías,
porque cuando mordíamos
las orillas del cielo
sabíamos a-mar
*
HUIDAS
Me dicen que a 32 kms,
al Oeste de la isla Smith,
en la bahía de Bengala
está la isla Norte de Centinela.
72 kms cubiertos de bosques
y finas playas
habitados por el único
pueblo
desconectado
del resto del mundo.
No les agradan mucho las visitas,
cuentan,
son celosos de su intimidad,
poco comunicativos,
hostiles con los desconocidos,
un núcleo celular de bichos raros
que rinden pleitesía a la cigarra
y se comen la hormiga
de un bocado,
un paralelepípedo
plantándole la cara y las aristas
a toda globalización
que se le acerque.
Me lo cuentan a modo
de advertencia,
¡Menudos salvajes!
gritan,
pero tú y yo no somos,
no lo hemos sido nunca,
unos aventajados
en eso de cumplir a rajatabla
las costumbres comunes
de los otros,
ni los "saber estar",
ni el protocolo exacto
en cada situación
o proceder,
no somos, en resumen,
víctimas potenciales
para la ingeniería social
y sus masivos métodos
de experimentación,
así que se me ocurre que,
tal vez, si te parece bien,
podríamos tratar de llegar
hasta allí,
la remota e ignota isla
desconocida,
y desnudar el miedo
hasta desconocernos
por completo,
volarnos, desaparecernos
evitar perecernos si algún día
nos da por parecernos
al proyecto de ser inexistente
que habitamos detrás
de los espejos.
Podríamos soñar con nuestra
huida,
eso se nos da bien,
podríamos jugar al escapismo,
tú serías Houdini,
yo Dorothy Dietrich
y tendríamos un perro
que se llamara fuga
y no acudiera nunca
a la llamada.
Podríamos jugar,
deberíamos...
porque si no jugamos,
si no jugamos mucho,
todo el tiempo, siempre,
terminaremos haciendo
esas cosas odiosas
que esperan de nosotros,
aunque luchemos,
aunque enseñemos los dientes,
aunque nos escurramos,
nos rebelemos, nos retorzamos
como un par de balletas,
dentro del fregadero,
aunque cambiemos
de nombre y domicilio,
de piel incluso,
terminaremos haciendo
las mismas putas cosas
que esperan de nosotros.
No nos engañemos,
ya nos habían "decidido"
mucho antes
de que nos decidiéramos
a ser
y saldaramos a tiempo
las primeras dudas.
Gema Fernández,
de Principio(s) de incertidumbre
(Suburbia Ediciones, 2018)