Tu vida no vale





Tu vida no vale nada. No vale por esos rasgos únicos, sinceros, grandiosos o mezquinos (tanto da) que te definen. No vale por la singularidad vital que encandila al otro, por las emociones que atesora, por los momentos únicos que vivirá, por el dolor que causará o por el equilibrio sideral que cada existencia regula. No vale ni siquiera por las obras que vendrán o por la diferencia que marcará en sus alumnos, por la ilusión que su talento alumbrará, por los conflictos y contradicciones en los que como cualquier ser humano será protagonista. Tampoco por el cariño con el que bruñirá a jóvenes artistas, ni por el humanizador aprendizaje que producirá en sus días. Nada, ni la esencia más íntima y sensible, le otorga el derecho a vivir. Su vida no vale ni el aire que respira, incluso menos que la maldad de un desaprensivo. Menos aún que el deseo enfermizo del abyecto, menos que el ardor del bajo vientre convertido en verdugo.
Si eres mujer, tu vida vale lo que las apariencias sociales puedan aguantar. Lo que sean capaces de sostener las convenciones y los usos. Y eso es muy poco. Las alimañas no muerden en el corazón de sus viciadas madrigueras, tampoco lo hacen frente a la tribu, ni allá donde el imperio de la ley deja una patina de mínimo orden. No. Los monstruos atacan protegidos por la intimidad del monte. Lanzan sus dentelladas en lo profundo del bosque, donde nada, más allá de sus maléficos instintos, tiene vigencia.
Si sales a caminar por el campo siendo mujer, corres el peligro de despertar a la bestia. Y eso, maldita sea, es intolerable. Lo único que sujeta al asesino es la furia de la civilización. Resulta descorazonador que en el seno de nuestros días la vileza del hombre aún sea una realidad. Las miserias son consustanciales a la vida misma, pero dice muy poco de nosotros que no cumplamos un mínimo: que las féminas de nuestra sociedad puedan moverse con total libertad y seguridad. Lo contrario es, simplemente, inaceptable.
Mientras no seamos capaces de sacralizar como colectivo ese hecho, que la mujer es una, su sexo suyo, su vida libre y su esencia única, hemos fracasado. Mientras llega ese momento utópico, sólo nos queda aguardar a que brote de nuevo la más anuladora de las ignominias. Será en un subterráneo urbano, en cualquier césped de nuestros parques, en las fiestas del barrio, en el sucio recoveco de un rellano o escondido tras el crujido desolador de las puertas de muchos hogares. La bestia dormita a la espera, sabedora de que más pronto que tarde aparecerá una nueva víctima haciendo uso de una libertad que solamente existe en los papeles.
La crónica negra de este país es tan afilada como una aguja al rojo vivo. Se ha llevado por delante a mujeres, niños, hombres y a familias enteras. Eso no es nuevo. Es terrible. Aquí lo novedoso es que junto a la presencia segura de un depredador miserable hay también un grito de esperanza, un basta ya lleno de rabia. Una indignidad airada que no soporta más finales de cuerpos violentados, semi desnudos, medio enterrados entre jaras, amoratados y cubiertos de polvo arrojados en una acequia. Quizá no se consiga nada, pero hay que dar la batalla. Eso ya es una victoria, amarga, pero necesaria. Se lo debemos a ellas. Se lo debemos a Laura.
La mirada herida, nuestra retina dañada, también sangra. Ya basta. 

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