La anochecida en la ciudad tiene algo de irreal, de sueño profundo, de la mirada del otro. El tiempo se sostiene sobre unas varillas caprichosas que, como un pliegue cuántico, lo comprimen o expanden a su antojo. Hay en esos instantes una melodía invisible e íntima, capaz de colarse en un salón ajeno, encender las luces salvíficas del hogar familiar o rasgar la mirada con una nube afilada.
El cuadro de la noche en los barrios pesa, como el silencio de una huida en la madrugada. El relato de tus propios pasos es capaz de envolverte con un manto de melancolía y hacerte levitar en la ingravidez de pesadilla amable. Son los laberintos diarios del sentir y del desvarío. Toda una prueba.
Buenas noches, Madrid.