Pongamos un bar en una carretera comarcal, los kilómetros no importan. Un tipo al otro lado de la barra, apoyando ambos brazos en un ejercicio de machismo exagerado, camisa abierta, pelo a medias y barba. Pongamos que no existen los clientes, se me antoja jueves, madrugada, verano de un año distinto a este. Coloco un coche, celeste, americano y un pinchazo. A ella la ha puesto alguien que no soy yo; alta, torpe, de un rubio escandaloso. Las patadas a la rueda delantera son cosecha del personaje y la consecuencia, tacón roto. El bar, es su única posibilidad, él no la espera, digamos que ella tampoco, pero, tal y como se está presentando la historia no quisiera apostar.
-¿Podría ayudarme? He pinchado- dice, mientras se sienta en un taburete y tira los zapatos.
-¿Qué le pongo?- contesta él.
-¿No me ha oído? He pinchado, necesito ayuda, un teléfono, algo...
-¿Vodka?
-¡Joder! ¿Usted es imbécil?
- Bien, le pondré hielo. Pero no sé si queda, por aquí no suele pasar mucha gente, señorita. Hace un verano insoportable, ¿no cree?
Lo mira atónita mientras él sirve un vaso con el vodka caliente. Mira a su alrededor, no ve nada que pueda ayudarla. Se gira hacia la cristalera del bar. No pasan coches, no tiene reloj. Pongamos lluvia, de esa que sólo cae en verano, sin ningún tipo de control. Lluvia derramando agua, lluvia a chorros, tipo mar que no cabe en el cielo o peor. Lluvia que rompe en truenos, en luces eufóricas parpadeando el cristal, ríos que caen carretera abajo. Pongamos más verano, más humedad, y un apagón. Ella que no controlo, se baja del taburete, sale a la calle, descalza. Ahora no es rubia, ha perdido el pelo, la piel se le oscurece, va cayendo a la vez que mi lluvia y se hace llanto... pongamos tristeza en el hombre del bar, una tristeza insoportable, ahora, dejemos que ella nazca.
Natacha G. Mendoza, de Los bares del diablo.