Me cité con mi editora para entregarle la novela que tantos meses llevaba pidiéndome. Puse en sus manos el manuscrito como quien dona el hígado. Alguien que pasaba por allí me reconoció y nos hizo esta fotografía absurda en la que sonrío sin ninguna gana. Sostengo una pluma con la que simulo firmar un contrato, aunque bien podía ser mi última aportación al testamento. Luego compartimos un poco de tarta y sorteamos la habitación en la que lo celebraríamos.