La biblioteca tenía ese eco sordo que provoca el silencio. Enfrente, al otro lado de la mesa, se sentaba una de su clase, con el libro abierto por la misma página que él. Hacía rato que la miraba. De pronto, ella bostezó. Lo hizo con distracción y naturalidad, relegando para otra ocasión las normas de corrección, sin colocar la mano a modo de pantalla. Vio su lengua rosada, la perfecta alineación de sus muelas y el verde de su chicle. Hasta él llegó la menta de su aliento. Los ojos se le enturbiaron y por un momento brillaron vidriosos. Del bolsillo del vaquero sacó un kleenex y los secó. Dejo la bola arrugada del papel sobre la mesa y siguió estudiando. Pasó de página mientras él seguía en la misma. Y así, tema tras tema.