El desván de una casa es un lugar ideal para que aniden muñecas sin extremidades, bicicletas viejas o cunas sin bebé. También fantasmas de aquellos que se columpian en las telarañas de tus recuerdos, juegan con tus musarañas y te revuelven las entrañas en forma de lúcidas ensoñaciones donde aparecen sin ser invitados. A ellos les gusta ir acumulándose, como el polvo, en fantasmotecas donde bailan todos juntos y comparten sus andanzas. Hablan sobre todo de tus miedos, tus deseos... y cuando entran en confianza, se relatan cómo y cuánto te besaron, si es que lo hicieron, o cuándo y dónde desaparecieron o los abandonaste.
A menudo extrañan volver a encarnarse en su cuerpo para que los veas. Entonces atacan con una precisa canción en el momento oportuno, con una fragancia de cedro y sándalo al doblar una esquina y hasta paseando perros como el que tenían, pero con distinto nombre. Sutiles, retorcidos, listos... y más agresivos cuanto más insistes en ignorarlos. Forman batallón cuando los desvanes que habitan son los de espíritus refinados e inquietos. De hecho, son estos quienes los alimentan y dan sentido a su existencia.
Hay días lluviosos como este, en que me convierto en uno de ellos y salgo a bailar entre cabeceros de camas sin matrimonio, raquetas con las cuerdas rotas y vinilos rayados que extrañamente vuelven a sonar de muerte... cálida y dulce como el veneno que bien dosificado cumple a tiempo su misión.
María Jesús Marcos Arteaga