Sueños de escritor

Su vida no era un sueño, ni soñaba la vida, ni cumplía sus sueños. Pero estos se convirtieron en su trabajo y en su sustento. La primera vez que tuvo un sueño literario era un joven preocupado por el futuro. Al despertarse recordaba hasta el más ínfimo detalle de las aventuras de Adolfo el Roncador, un personaje cuyos ronquidos agrietaban las barreras del tiempo y lo trasladaban a una nueva dimensión. La historia lo había emocionado tanto que no pudo resistir el impulso de escribirla nada más levantarse de la cama, antes de que se le olvidaran los detalles. 

Pocos años después, la novela de Adolfo el Roncador ganó un premio literario y alcanzó enorme popularidad. Concedió numerosas entrevistas, pero jamás reveló su secreto. Hablaba de una inspiración misteriosa que le susurraba en los momentos más imprevistos. Insistía en la importancia del trabajo diario y la lectura voraz. Nunca pensó en otorgarle mérito alguno a sus ensoñaciones. Al fin y al cabo le pertenecían; podía explotarlas hasta la extenuación. 

Al principio los sueños no protestaron. Siguieron emergiendo de ellos personajes e historias capaces de fascinar al lector. En la editorial se frotaban las manos con el éxito que tendría la saga de Adolfo el Roncador, e incluso una productora se interesó en llevar su obra a la gran pantalla. El joven escribía unas horas por la mañana y consagraba el resto del día al ocio. 

Pero, justo cuando su nuevo libro llegaba al clímax, notó que los sueños se volvían cada vez más difusos. Le costaba mucho recordarlos, olvidaba escenas decisivas y confundía el papel de los personajes. El estrés lo agarrotó y el insomnio se convirtió en su tortura. Dormía poco y no soñaba nada. 


Por fin había despertado. 



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