Él no me dejaba sacar cabeza y mente de entre mis piernas. No me estaba permitido hacer nada, paradójicamente, por propia voluntad. La vida seguía transcurriendo incluso hasta para mí, aunque apenas podía percibir lo básico, lo indispensable para que la inercia (o él) se sirviera de mí.
Todo sonaba igual, todo sonaba a prisa y agotamiento. A desenfreno. Sonaba a música ambiente, a pena y sexo. Como las sirenas en la calle de madrugada, como los autobuses abriéndose una y otra vez cada mañana. Igual que yo. Como él y su respiración buscándome en algún amanecer.
Improvisación. La lluvia en pleno agosto porque nada me quemaba. Las promesas que nunca creí, pero que luego decidí que sí. Metamorfosis a medias. Porque hoy sí pero ya sabes que quizá mañana seamos otra paja dándole cobertura a cada mentira, a cada verdad a medias. A los "tal vez" que nunca hubo que determinar.
Pero ya no.
Y una vez más, los monstruos tras la puerta. Abalanzándose sobre nosotros. Rojos fuego como yo, azulmorados iceberg como él.
Y ahora qué.
Recomponer(se), el orgullo y la vergüenza de mirar(se), rendir(se), reinventar(se) y comer(me) como si se tratara de su última vida aunque no nos lleve a nada.
Recomponer(se), el orgullo y la vergüenza de mirar(se), rendir(se), reinventar(se) y comer(me) como si se tratara de su última vida aunque no nos lleve a nada.