CANCIÓN A LAS RUINAS DEL CAMPING por MARCOS MATACANA MARTÍN




“Todo desapareció, cambió la suerte
voces alegres en silencio mudo”

Rodrigo Caro


En una amplia cornisa sobre el Piedras,
subiendo la escarpada torrentera,
las copas de los pinos desdibujan
las límpidas aristas de la luz,
los límites precisos de sus sombras.

Erguidos, silenciosos, los oscuros
cipreses acompañan el camino
que lleva al mirador, donde las pitas
almenan con sus grises cresterías
la seca cicatriz de las acequias.

Si miras desde allí dando la espalda
al mar que mansamente se diluye
fundido con la ría, se divisan
las ondas amarillas de otro mar
rompiendo en las chumberas polvorientas:

un mar enmudecido bajo el peso
del sol que en la diadema luminosa
de agosto prende en llamas su perfil
sobre áridos despojos que se orillan
en lomas de palmeras despeinadas.

Con cal y piedras blancas un damero,
cubierto por agujas y pinaza,
señala aún las calles que acogieron
las tiendas de campaña en el mosaico
de toldos, caravanas y sombrillas:

los límites de un reino proletario,
una Babel de lenguas confundidas
en los primeros besos, en la Arcadia
de aquel Edén perdido en la elegía
que eléctricas repiten las chicharras.

Apenas queda nada que recuerde,
oculta por enebros y jarales,
la entrada con el arco, solo un muro
con restos de ladrillo y solería
donde ahora espera al sol la lagartija.

Y al pie de dos enormes eucaliptos
se yergue todavía la oxidada
metálica estructura que sostuvo
las letras luminosas y ondulantes,
azules inflamadas de neón,

la cúpula celeste, las estrellas,
la lluvia que no vimos de perseidas,
tumbados sobre esteras y toallas:
el cielo que pisamos siendo niños
bajo una lona azul de poliéster.

Y allí, sobre mi pecho adolescente
cubierto de sudor, y derrotados,
la luz del mediodía de tu pelo,
la luz en plenilunio de tu cuerpo,
desnudos y comidos de mosquitos.

Oh, noche traslucida en el temblor
azul del camping gas, noche encendida.
Oh, noche repetida en tantas noches
de nombres que te nombran sin ser nunca
tu nombre en la retina de los días,

ni el tino retenido en el viril
de un tiempo circular, en la perfecta
certeza inconmovible de la rosa,
inmune a la rutina, al desengaño
que acaba por llegar y la marchita.

Ahora en la hondonada donde yacen,
cubiertos por escombros y basura,
plumas de gavïota y gallinaza,
los restos destrozados de una fuente
de náyades, nereidas e hipocampos,

las dunas con sus lentas lenguas lamen
de arena la reliquia, el sitio exacto,
que guarda las cenizas de la infancia
que juntos enterramos esa noche
en que murió tu abuela y el verano.


Marcos Matacana Martín.


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