Sin saber muy bien por qué, se dirigió instintivamente hacia la playa. El cielo estaba despejado y en lo alto destellaba ya a esa hora un sol brillante. Las calles estaban aún casi vacías y las suelas de sus zapatos chirriaban sobre las baldosas de la acera al caminar.
Siguió andando por la alameda hasta divisar por fin el mar. Sobre la playa correteaban docenas de gaviotas picoteando entre las algas. Se apoyó en la barandilla del paseo y se quedó observando el horizonte unos minutos. Era como una gasa evanescente entre el mar y el cielo, un reflejo inalcanzable. Le hubiera gustado estar allí, caminar sobre las aguas hasta alcanzar aquel punto soñado.
Entonces vio cómo una gaviota capturaba a un pez. La vio lanzarse en picado sobre el agua y levantar el vuelo a continuación con su presa. La vio volar sobre la arena, aproximarse a él muy lentamente, como a cámara lenta, y arrojar su botín a escasos metros de donde se encontraba.
El pez, comprobó al acercarse, estaba medio podrido y no tenía ojos, pero coleteaba lánguidamente sobre las baldosas anaranjadas del paseo...
Vicente Muñoz Álvarez,
de Perro de la lluvia y otros cuentos
(Iralka Editorial, 1997)