Salgo de casa con la certeza de que aquel verano europeo de mediados de junio era un espejismo. La ciudad arde a mí alrededor. No hay refugio posible. Tengo que hacer una última y rutinaria visita al trabajo. Tras ella no quedarán más obligaciones hasta el nuevo curso. Mi coche está aparcado a pleno sol. Para llegar hasta él debo cruzar un parque. Es agradable, tiene sus bancos de ancianos o chavales -depende del momento del día-, sus columpios y toboganes, su bien delimitada zona infantil, su césped de refrescante verde y un trazado ochentero e imposible en sus baldosas.
Me detengo sin darme cuenta frente a un seto. Allí, dentro de unas horas, habrá una sombra reconfortante. Me consta, pues lo he cruzado muchas veces, que adolescentes (y no tan adolescentes) retozan, se frotan, acarician, contemplan y besan cobijados tras aquel parapeto natural. Se descubren, en definitiva, con la intensidad húmeda y entregada que sólo la mocedad de sus años puede provocar. Quien no volverá a correr nunca más por allí será Luna, la perra de mi vecino a la que tuvieron que dormir. Ahora que lo pienso, estoy en el mismo sitio donde me los encontré en su último paseo juntos.
Allí parado, al otro lado de la vida, me sorprenden unos fragmentos de vinilo. Los han quebrado a conciencia, como sólo la ira o el desamor son capaces de provocar. El negro material con el que muchos nos enamoramos sudaba infeliz e irregular en su abandono. Me fijo y logro leer «Wonderful Tonight». El corazón me da un vuelco. Busco entre los restos hasta que encuentro Slowhand, Eric Clapt…la última parte del apellido se perdió en el conflicto de la materia. Acto seguido resuena lento en la retina caprichosa de mi memoria la melodía y el verso:
And then she asks me, “Do I look all right?”
And I say, “Yes, you look wonderful tonight”
Y, de repente, fue como si el fuego de la ciudad quemada hubiera congelado unas emociones intensas y me las regalase en una extraña ensoñación. Reviví, sin pretenderlo, la escena: un desencuentro definitivo, besos que ya nunca más serán y te quieros naufragados en la garganta. Él, joven, rubiales, lánguido, con una barbita incipiente y trabajosamente cuidada no la entiende. Ella parece mayor, pero es de su misma quinta. Aún así, parece más mujer. Ella, en realidad, lo es todo. Cuando la besa se detienen las estaciones. Él acaba de descubrir las hieles del desamor. Ese regodeo intangible e infinito en el recuerdo que era tenerla ya no volverá. A ella también le duele que se acabe, pero no quiere darle el gusto de mostrarlo. Es de madrugada y cruza los brazos para protegerse el pecho de la brisa nocturna y de su ya ex novio. Desea contener su pena. Entonces, él hace saltar el disco en pedazos y le grita un exabrupto incomprensible por el sollozo que lo acompaña. Mientras sale de la escena no sabe que lo que se ha volatilizado es su inocencia.
Otra madrugada les vio entrar juntos en la casa de ella. Asaltaron el viejo tocadiscos que su padre atesoraba como una pieza de museo. Tras el divorcio su madre se lo quedó en una de esas pequeñas venganzas a las que es imposible sustraerse. No sabía si funcionaría, pero lo hizo. Cuando sonaba aquella pieza se besaron por primera vez. Fue el inicio, el descubrimiento del otro y de uno mismo. Ahora sólo quedan las miserias.
Miro los pedazos de vida en el suelo y los tanteo con mi pie. Siento entonces el peso de tantas y tantas emociones que me aplastan. Las cicatrices del amor son como pliegues invisibles bajo nuestra piel, capas que al desnudarnos ya no duelen, pero sí excitan la más rabiosa melancolía. Intuyo roces, olores, confidencias y algunos susurros íntimos se me instalan inevitablemente en el bajo vientre. Ese patrimonio inmenso del pasado y de la experiencia es como la huella de un titán en nuestro sentir. Es, en definitiva, lo que nos hace humanos. Así escuece la vida, con la crudeza íntima de las añoranzas que nos han tocado en suerte.
Una gota de sudor me resbala por la frente y llega a mi mejilla. No sé cuánto llevo ahí parado. Me la limpio como el que se arranca un mal recuerdo, y sigo camino hacia mi coche. Creo que, al igual que aquel chaval enamoradizo, tampoco volveré a ser el mismo.