Historias del verano I





Hay un vecino en mi portal con el que me cruzo a menudo. Es uno más del paisaje natural y atípico que es un bloque de viviendas de cualquier barrio de toda la vida. Nos une la cercanía doméstica, compartimos una pared y rellano, además de ciertas afinidades horarias. A veces, cuando salgo hacia el trabajo con mi hija en brazos, coincidimos en el ascensor. Él está jubilado, pero se afana en mantener una actividad diaria. Sale temprano para pasear a su perra y luego va al gimnasio municipal. Si te paras te mueres, ha sentenciado alguna vez. Nuestras conversaciones no van más allá de un cruce amable de palabras. Son superficiales, correctas y breves. Él tiene otros tiempos. Yo, desafortunadamente, voy siempre volado. 
Hoy mismo nos hemos vuelto a encontrar. Este verano ligeramente más europeo de lo que nuestra meridional tradición ha venido produciendo permite algunas licencias. Por ejemplo, puede pasear a su anciana mascota antes del anochecer. Era media tarde cuando les he visto bajo las sombras del parque. El animal, parado y con la cabeza medio gacha, miraba el infinito ramaje de un seto y temblaba sin pausa:

-¿Dando una vuelta con la perra? 
-Es la última ya.
-Anda.
-Sí, está noche la vamos a dormir.

La confesión súbita me cae como un pellizco en las tripas. Sólo pude decirle que lo sentía y que me daba mucha pena. La compañía que hacen esos animales es inmensa. 

-Desde luego, pero mírala como está.
-Ya, pobre, me parece muy duro. 
-Es lo mejor.

Y tras un segundo de silencio me explicó eficaz que, al menos, los animales tienen esa opción. A nosotros nos dejan aquí, sufriendo sin más hasta que llega el final.
La referencia a la eutanasia, a la condición doliente del ser humano y esa cercanía sobrevenida, sincera pero inesperada, me dejan sin respuesta. Repito solemne que lo siento y parto raudo hacia mis recados. Mi familia me espera para salir de viaje, pero no me he quedado bien. Ahora, mientras, tecleo, Luna -así se llamaba el animal- no estará. No será más que la sombra de un recuerdo en la casa vacía de mi vecino. Sus hijos viven fuera, es viudo y tiene una vida social reducida, aún así nunca se deja llevar por la autocompasión. No da la murga, ni te retiene innecesariamente en el rellano. Me gusta la dignidad con la que afronta su latente soledad. 
Poco después me doy cuenta de que se me ha quedado un alfiler de aire prendido entre la garganta y el pecho. Es el peso de lo no vivido. Me he visto solo en un piso grande de una barriada cualquiera, viudo o separado, y sin la presencia de mi hija, que mueve ríos, montañas y justifica existencias. Cuidado, todos sabemos que aquello no es eterno, pero no importa. La realidad manda. Un trabajo en un país escandinavo, por ejemplo, y una pareja allá son futuros factibles para nuestros hijos. Es cierto que siempre queda la literatura como asidero, pero imagino que hasta las pasiones más salvíficas la edad las aplaca (o las recrudece). Simplemente, en este verano extraño, me ha pesado algo que ni siquiera sé si llegará a ser, pero que deja imposibles mieles de certeza a su paso.
Buen viaje, Luna.

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