La caja pública – primera parte





Hace tiempo que deseaba publicar en el blog uno de los libros que tengo editados en Amazon. y, hoy, por fin, me he puesto a ello. El mes próximo, subiré otro de los apartados. Disculpad los errores ortotipográdicos que pueda tener. Gracias por estar al otro lado.



Anna Genovés
La caja pública



Copyright © 2014 Anna Genovés
Todos los derechos reservados a su autora
Título de la edición: La caja pública
Autora: Anna Genovés
Corrección: Jon Alonso
Propiedad intelectual:
09/2013/2345
09/2013/2206
09/2004/1196
V ― 488 ― 14
ASIN: B00O9E3ZNM
            ISBN-10: 1502468433
             ISBN-13: 978-1502468437




A mi hermana Marian, a mi sobrina Irene,
a mi amiga Sofía y a mis modistas preferidas


«El erotismo es una de las bases del
conocimiento de uno mismo,
tan indispensable como la poesía.»
Anaïs Nin




Presentación

Siguiendo el consejo de numerosos amigos, he decidido realizar una recopilación de relatos y microrrelatos escritos desde 2010 a 2014. Algunos, editados en mi blog personal u otras plataformas digitales; otros completamente inéditos. De ahí su nombre: La caja pública. No obstante, todos se eliminaron al publicar este libro y, anteriormente, no estaban divulgados tal y como aparecen en esta compilación.
El conjunto recoge tres apartados: 1. Relatos actuales: historias acaecidas en diferentes épocas, con una base verídica. 2. Relatos eróticos: narraciones de género. 3. Relatos fantásticos: reúne un pequeño conglomerado de cuentos de terror y de ciencia ficción.
Están editados siguiendo el orden alfabético. Por lo general, poseen ese toquecito de humor negro y comienzan con un terceto o cuarteto –a modo de entradilla provocativa y simpática—, que anuncia lo que se va a leer.
Anna Genovés

Contenido


1.       Relatos actuales

Anaïs
Doctorcita
El chihuahua y su dueña
El retrato de Pauline
Freak
Ghost friend
Guzmán
Huevos de madera
I love Facebook
La señortia de Ciencias Naturales
Línea amarilla
Ogros
Sr. Pérez Martínez
Te lo prometí mamuchi
Todos los muertos son iguales
Un freak con pedegrí
Voulez-vous m’épouser?
Whisky y celuloide

2.       Relatos eróticos

Ángel o demonio
Arbustos y otras hierbas
Conversaciones de hombres
Elástica
El club del ganchillo
El conductor
El tercer sexo
Juegos ardientes
Kits eróticos
Revelación tántrica
Sexo exprés
Singles
Sueños de poeta
Tatuajes y piercings
Una cocina llamada deseo
Un Noel muy travieso
Vampirella Gay
Wasapéame

Apartado que recoge el libro de relatos Erotika, junto con otros del género, y que por este motivo no publicaré, por lo menos de momento, en el blog. 

3.       Relatos fantásticos

Asylum
Blandiblú grana
Bloody Christmas
El infierno de Precious
Gominolas
Huesitos a tutiplén
La Venus cibernética
Los mininos de angora
My chocolat
Patrick
Peep-toes y dagas
Poison navideño
Segundo plato
Trato sangriento
Un buen filetito


4.       Sobre la autora









1.                   Relatos actuales






              Anaïs 21

Anaïs no decaigas
eres el principio y el fin
la vida y la nada

Anaïs es una bloguera con ganas de comerse el mundo. Sin embargo, no sabe para dónde tirar. Escribe de todo. Su imaginación es un tótum revolútum: cuentos eróticos, microrrelatos gore, novelas históricas, poemas, relatos góticos… Está echa un lío.
Tras una noche loca con su novio, inventa un relato apasionado y directo; vamos, que no se muerde la lengua si tiene que explicar cómo hacer una felación, por ejemplo. La aceptación es rotunda: más de 5.000 visitas en un día.
Empero, no todo es satisfacción. Cuelgan vídeos porno en su facebook, recibe emails obscenos, insultos de anónimos fanáticos y le piden amistad beocios indecentes. Está hastiada de la falsedad del siglo 21. Un día telefonea a una amiga y le cuenta la verbena:
―¡Tía, qué no me dejan en paz. Se creerán que cuento mis affaires o que soy ninfómana. Yo qué sé! ―le dice.
―¡De dónde narices sales, preciosa! ¡Bienvenida al gran teatro las redes sociales! Hay personas elegantes y discretas. Otras, sin embargo, tienen perfiles falsos… ―comenta su amiga.
―¡Menuda mierda! Si fuera un tío, seguro que nadie se metía conmigo. Pero tengo ovarios. No es lo mismo pese a que se habla de paridad y todo eso... El mundo es machista y siempre lo seguirá siendo ―asevera Anaïs.
―Tienes toda la razón, querida.
―¡Juro por Dios qué no volveré a escribir otro relato picante! Es mi suicidio erótico –finiquita la escribidora.
―Creo que ahí te equivocas, Anaïs.
―Whattt…???
―Sólo por fastidiar a esos tíos casposos que piensan con la entrepierna y que cuando nadie los ve se la amasan a tu costa, o a esas urracas del mea culpa que te ponen verde y después utilizan vibradores hasta pulverizarlos. Yo, haría todo lo contrario ―insinúa su confidente.
―¿Estás segura?
―Completamente.
―Pues... ¡qué les den! ―termina por decir Anaïs.
Caprichos del destino: Anaïs triunfa como el Avecrem.







Doctorcita


Doctorcita esté atenta
no vaya a creer que mi apéndice
es la cabeza

Situación: sala de espera DUE del barrio. Carmen entra a consulta y ve a la simpática María (la ATS de toda la vida) con una chavalita de “veintipocos años”.
—Hola Carmen. ¿Qué tal estás? —pregunta la enfermera.
—Bien, bien… Vengo a que me pongas la vacuna de la gripe —contesta Carmen.
—Haces bien. Prevenir siempre que se pueda —dice la DUE.
—Por supuesto —asevera la paciente.
—Mira, esta es mi sobrina. La tengo de prácticas.
María presenta a la muchacha de melena larguísima y ojos azulinos enormes.
—Hola —dice la jovencita con una sonrisa repleta de inocencia.
—Hola guapa… Así que tú serás la nueva banderillera dentro de unos años —dice Carmen por hacerse la simpática.
—No, no —contesta María—. Está estudiando segundo de medicina. Lo que pasa es que quiero que se vaya familiarizando… —asevera con orgullo María.
—¡Ah! ¡Qué guay! Yo también quería ser médico. Pero al final, estudié Arqueología —recuerda Carmen con guasa.
—¿No me digas? —comenta María.
—Sí. ¿No sabías que soy arqueóloga?
—Pues no…
—Arque… ¿Qué? —sugiere la doctorcita asombrada.
—Arqueóloga —refunfuña Carmen de mala gaita.
—¿Y eso qué es? —pregunta la futura doctorcita.
—Es una especie de Indiana Jones —dice Carmen para disimular su perplejidad.
—¿Eh…? —la joven no conoce al mítico personaje.
—¡Ah claro! Es que eres muy jovencita —disimula Carmen—. Pero a Lara Croft sí la conoces, ¿verdad?
—¡Ah! Sí. Ahora sé a qué te refieres… ¡Qué chulo! —asevera la sonriente universitaria.
—Sí, muy chulo…  No obstante, más me hubiera valido estudiar medicina —ratifica Carmen torciendo el morro.
—Pues de arqueóloga hay trabajillo, ¿no?... —sugiere la DUE.
—Sí. En Atapuerca o de profesora de alguna de las asignaturas que están en vías de extinción… —dice Carmen.
—Ata… ¿qué? —interfiere la doctorcita.
—Nada, cariño… —objeta la encandilada tía como diciéndole: “Es cosa de mayores”.
—Claro —asiente Carmen sin salir de su asombro.
—Pues yo he estudiado Medicina porque me gusta Anatomía de Grey. ¡A ver si me sale un novio tan guapo como el Dr. Shepard! —dice la preciosa mujercita.
—¿Ahhhh??? —contesta Carmen poniendo cara de incrédula.
—¡Ayyyy! ¿Qué no sabes de quién te hablo? Jua, jua, jua… —ríe la joven dando por sentado que la paciente es una carca.
Carmen sigue la cháchara haciéndose la tonta. Fuera de la consulta piensa que le ha faltado preguntarle:
—Doctorcita. ¿Sabe usted dónde está el apéndice o todavía no se lo ha enseñado ese doctor tan guapo?
De regreso a casa, anda cabizbaja rememorando su juventud. Por aquel entonces, sabía latín, griego, ecuaciones de segundo grado, las constelaciones del firmamento, hacía el pino puente lo mismo que bordaba una almohada con punto de cruz o dibujaba diferentes curvas elípticas para pintar a carboncillo una bóveda. Carmen conocía a los héroes cinematográficos del momento y a los del pleistoceno como John Wayne… Sabía el nombre y la ubicación de todos los huesos del cuerpo humano, los músculos… Sabía muchas cosas, como la mayoría de jóvenes que preparaban la selectividad. ¿Cómo una señorita que está en segundo de medicina no sabe lo que es la arqueología? Es obvio que algo no funciona bien —termina por decir en un soliloquio sombrío.




El chihuahua y su dueña


Ladra mamífero de cuatro patas
ladra vecina carca
deja vivir a los jóvenes
con sus alegrías y sus chanzas

—Guau, guau, guau, guauuuuuu…  —suena el constante y estridente ladrido de Frufru: el chihuahua de la vecina de abajo.
Mar entra en la cocina con cara de póquer, José (su marido) se burla del rictus malhumorado de sus labios. Claro, él nunca tiende la ropa. La que sale por uno u otro motivo a esa galería-calvario con el perpetuo retintín del asqueroso perrito es ella —piensa la novensana—. La pareja de recién casados, son los inquilinos más jóvenes de todo el inmueble. Muchas fueron las viviendas que visitaron antes de decidirse a comprar la que sería su hogar. Pero cuando la joven vio el apartamento en el que viven, literalmente se enamoró de él. Todo era perfecto: precio, diseño, ubicación…
Las primeras semanas se instalaron a modo de okupas. Un colchón en el salón y algunos muebles desperdigados por los ciento diez metros de su divina conquista. Los anteriores propietarios se lo habían puesto muy fácil. Ellos se preguntaban el porqué de la rebaja económica. A los pocos días, comprendieron el quid de la cuestión. Justo bajo su flamante apartamento, vive Dña. Pilar: una longeva neurótica con un chihuahua demasiado impertinente. Un viernes por la tarde, José clavaba una litografía en la pared de la habitación principal. De repente, como si el ruido fuera superior al de una discoteca con todos los decibelios a pleno rendimiento, escuchan:
—¡Ayyyyy! ¡Ayyyyy! ¡Ya está bien de hacer ruido! —Berrea Dña. Pilar pegando golpes en el techo con el palo de la escoba y coreada por los fastidiosos ladridos de su  chihuahua.
—¡Me caguen Dios! Que le pasa al carcamal de abajo —gruñe José.
—Calla hombre, que es muy mayor —dice Mar.
—Y eso le da derecho a protestar cuando le da la ¡ganA-A-A!!! —vocea el esposo.
De repente, suena el teléfono. Mar se apresura a cogerlo.
—¡Oiga señora! ¡Ya está bien de golpes! —grita Dña. Pilar.
—Pero si sólo hemos fijado un clavo y son las seis de la tarde —protesta Mar.
—¡Pues debían de haberme avisado! —chilla por el auricular la vecina.
—Per…, per…, perdone —farfulla Mar que no se  puede creer.
—Ni perdón ni nada. Se avisa y punto —grita antes de colgar la setentera histérica.
El perrito ladra que ladra. A José se le hinchan las narices…
—¡Joder, joder, joder! —Brama a pleno pulmón—. Manda huevos, con la viejorra y su chucho. Ya decía yo que esta casa tenía trampa.
—No te enfades amor. La señora parece muy agradable…
—¡Ya veremos!
Mar abraza a su esposo y acaricia su espalda. Él se rinde a sus mimos y pasa página. Dos días después, Mar coloca la vajilla en el aparador que le acaban de traer. José todavía no ha regresado del trabajo.
—¡Ayyyyy! ¡Ayyyyy! ¡Ya está otra vez haciendo ruido! ¡Que no puedo más! —grita y pega escobazos en el techo la neurótica de abajo.
El teléfono no deja de sonar. Los ladridos del chihuahua destrozan sus tímpanos. Cuando Mar coge el teléfono, sólo escucha chillidos junto a los aúllos insoportables de Frufru. La pobre, alucina.
—¡Qué ruido ni que ocho cuartos! Si al final va a tener razón José. Este piso tenía trampa —contesta cabreada.
Cuelga y deja que la bruja siga berreando a través de las paredes. Pone un DVD de los Stones subido de tono y sigue con sus tareas. No le dice nada a su chico. Ya lo solucionara ella, a su forma —recapacita.
Pasan unos días…
—La, la, la, la, la… —Mar canturrea mientras plancha.
El teléfono suena. Lo coge animada…
—¡Voy a llamar a la policía! —chirría la estrepitosa voz de Dña. Pilar con el acompañamiento perruno.
—Creo que se equivoca. Estoy planchando —dice Mar con tiento.
—¡Pues deje la plancha con suavidad! ¡Me voy a volver loca!
Mar se derrumba. ¡Qué mala pata!, piensa entre sollozos. José la pilla compungida y no tiene más remedio que contarle el suceso.
—¡Me caguen en la puta! ¡Un día de estos le retuerzo el pescuezo a usted y al cabrón de su chucho! —ruge José pegándole patadas al suelo.
—¡Calla por favor! —suplica Mar engatusándolo para que se le pase el calentón.
Acaban haciendo el amor sobre la mesa del salón. De repente, Dña. Pilar empieza a chillar junto con los gruñidos de su rata de compañía.
—¡Hostia puta! ¡A ver si tampoco puedo follar en mi casa cuando me dé la gana! —brama José que se ha quedado a medias.
—¡Cálmate amor mío!
—¡Que me calme!… ¡Estoy hasta los cojones de la loca de abajo! ¡Sí, entérese bruja! —vuelve a chillarle al suelo.
La muchacha disuade al hombre para que la deje en paz, pero sabe que las cosas no quedarán así…
Una semana más tarde, Dña. Pilar se ha vestido de un sepulcral azabache que asusta al aire: su pobre Frufru ha muerto. En el piso de arriba, José y Mar brindan con cava la desaparición del bicho. Nadie, excepto la novensana, sabe la verdadera causa del desenlace: un caramelo envenenado que deslizo, enganchado a un hilo de pescar desde su galería hasta la de abajo, mientras la finca al completo roncaba. Mar sonríe satisfecha con un único pensamiento: la próxima, Dña. Pilar. Jijijiii…, sonríe. Su rostro es el vivo reflejo de la alegría.





El retrato de Pauline


Mimbre sibarita
vendida por un puñado de dólares...
No llores, la vida es la vida

A finales de los 80, las vidas de Zoe y Pauline, se cruzaron para siempre. Nada tenían que ver la una con la otra. La primera, treintañera, trabajaba de dependienta en una perfumería. Tenía una imaginación desbordante y miles de escritos en los cajones. La segunda, había consumido medio siglo de vida. Era toda una señorona pija venida a menos; casada con un militar y madre tardía. Coincidencias de la vida: ambas veraneaban en un pueblecito turístico del Mediterráneo. Eran bastante reservadas y se habían hecho amigas.
***
Zoe y Pauline paseaban bajo un cielo índigo con destellos corales. La Luna estaba plena y habían caminado más que otras noches. Pero esa velada estaba llamada a ser especial. En la última cuesta de la caminata, Pauline le contó a su amiga, que había leído todos sus relatos. La historia de su vida…
—Zoe, ¡creo que escribes de maravilla! —Exclamó Paulline—. Deberías emplearte a fondo: lo vales, niña.
—Pauline, ¿te estás quedando conmigo? —Preguntó la chica.
—Pues… ¡va a ser que no! Y para que me creas, voy a contarte una historia.
—¿De verdad?
—Bueno, más que una historia, es mi autobiografía. Puedes hacer con ella lo que te plazca.
—Pauline, no sé qué decirte… —Zoe se mordió el labio inferior, insegura.
—¿Quieres o no…? Te prevengo que es bastante dura.
—¡Ufff!!! —Zoe se sujetó la cabeza.
—Venga, Dña. Insegura. ¿Sí o no? —apremió Pauline, quien sabía de sobra que la joven era un diamante sin pulir.
—Está bien. Cuéntamela. Ahora, no tengo ni idea qué haré en el futuro. Igual deberías enviársela a un editor. O a un agente literario…
—Te la quiero contar a ti. No estás obligada a escribirla. Y si alguna vez lo haces, puedes mezclar la realidad con la ficción, a tu gusto…
—¡Menuda golosina! ¡Adelante! Soy toda oídos —terminó por decir la escribidora amateur con los ojos iluminados por una ráfaga de luz genuina.
—Chiquilla, tú sabes que soy Canaria, ¿verdad? —dijo Pauline.
—¿Cómo no, si me lo has dicho un montón de veces?
—Allí conocí a mi Salvador. Ahora está para pocas roscas. Pero entonces era un Coronel del Ejército de Tierra, muy guapetón. Tenía cuarenta y ocho años. Yo era una chavalilla de ná… y él, ¡tan apuesto! Tostado por el sol, y con esos ojazos verde mar y esa mata de cabello espesa, negra —recordó Pauline, mirando el cielo.
—Es un hombre atractivo —aseveró Zoe.
—Tú siempre dulcificando la realidad. Dirás, un anciano de buen ver.
—Bueno, yo no quería… —Zoe se puso roja.
—Zoe, al pan, pan. Y al vino, vino.
—Dejémoslo en un hombre con encanto.
—Eso también lo tenía: iba siempre de punta en blanco. A mí, que vivía en los suburbios de Las Palmas de Gran Canaria, me pareció el príncipe de todos los cuentos de hadas que había leído.
—Tú, ¿en los suburbios? No me lo puedo creer.
—Pues eso no es nada…
Zoe levantó una ceja y dijo:
—En fin, que fue amor a primera vista.
—Más o menos… —contestó Pauline moviendo la cabeza.
—Y, ¿cómo os hicisteis novios? Disculpa, no quiero entrometerme.
 —Nada de disculparte. Necesito explayarme. Y esa Luna, que nos sigue a todas partes,  me está animando a hablar.
Por  unos instantes, el rostro de Pauline se llenó de  lágrimas. Pero tras un respiro, continuó su relato... 
—Era menor de edad y pobre. Tanto que para estudiar bachillerato, me ganaba la vida haciendo favores a ciertos señores adinerados. Les gustaba a todos —Pauline miró a Zoe de reojo; a la chica se le había quedado cara de tonta. Pero salió del apuro.
—Pauline, yo… 
—Zoe, confío en ti plenamente.
—Gracias —Zoe la abrazó.
 —Verás, en Canarias hace treinta y tantos años, no se vivía igual que en la península. Todo era como un sucedáneo de la verdadera España.  Con el “boom” del turismo, la mayoría de muchachitas que deseaban prosperar se dedicaban a vender su cuerpo para ahorrar unas perras y salir hacia la península.
 —¡Es horrible! Como para que nos quejemos… —indicó Zoe.
 —La vida es injusta. Fíjate que nos aliamos cinco jovencitas (entre ellas, yo) hambrientas y con ganas de salir del fango, decididas a trabajar en un… —Pauline se quedó pensativa—. En un burdel.
—¡Qué fuerte! —Zoe la aprieta una mano con fuerza. Pauline saca un pañuelo y se suena.
—¡Ya te digo! Que decís ahora.
—Tómate un respiro. No hace falta que digas más.
—Necesito hablar…
—Aquí me tienes para lo que necesites.
—Lo sé…
La mirada de Pauline se perdió entre los abetos que las flanqueaban. Y allí se quedó mientras seguía confesándose…
—Mis amigas y yo —prosiguió Pauline con un respingo para no lloriquear de nuevo—, comprendimos que el negocio no estaba en brindarse a cualquiera que pasara y menos a los soldados de la base naval, sino a los mandos: ellos si podían salvarnos. Trazamos un plan para movernos con asiduidad por los locales más refinados del sector. Al poco tiempo, la suerte hizo que un capitán se fijase en nosotras. Él nos presentó a otros oficiales, y uno de ellos, nos invitó a su apartamento en el barrio más chic de la capital Canaria.
—Un pisito para las reuniones…
—Exacto. Una casa de citas con mucho glamour.
—Comprendo…
—En poco tiempo, nos convertimos en las chicas de alterne de los próceres militares.
»Retiradas de las calles, vestimos con elegancia y contentamos a los caballeros que acudían a las private parties.
—Debió ser muy duro para vosotras… —insinuó Zoe.
—Lo fue. Duro y lucrativo. Cincuenta por ciento para cada parte.
—Entiendo que la vivencia pasó de ser denigrante a fructífera. Vamos, que os aprovechasteis de la misma. 
—¿Dime tú que podíamos hacer?
—Morir en las calles. Me parece una postura muy inteligente.
—Sabía que me entenderías por eso quise que fueras mi cicerone —Pauline cogió del brazo a Zoe y prosiguieron su caminata.
—Ciertamente, me estás dando material para una novela —dijo Zoe.
—Apunta en tu memoria lo que escuches… ¿Quién sabe?
Pauline le contó a Zoe que a partir de ese día, las cinco amigas llevaron una doble vida: por la mañana iban al instituto, y por la tarde a comprarse alguna que otra prenda asequible y refinada con la que vestirse por la noche. Las confesiones de Pauline fueron tan íntimas, que Zoe se devanaba los sesos cavilando en los millones de niñas, que por uno u otro motivo, ejercían el oficio más antiguo de la historia. Tanta información,  le produjo una cierta ansiedad. Repasaba, una y otra vez, todo cuanto había oído. Amén, de dejar volar su imaginación con otras tantas apuestas. Días antes de finalizar las vacaciones, Pauline fue a enseñarle unas fotografías a media tarde.
—Hola Pauline. ¡Vaya sorpresa me has dado!
—Hola querida —Pauline le dio un beso en la mejilla—. Como te he contado tantas cosas… quiero enseñarte unas fotografías. Pero podemos dejarlo para la noche.
—Para nada —contestó Zoe animada. Pauline sacó un álbum de piel marrón y lo dejó sobre la mesa. Lo abrió.
—A ver —dijo Zoe.
—Mira, esta es la primera foto que nos hicimos Salvador y yo juntos. Estábamos en el paseo de la Playa de las Canteras  —Pauline, esbozó una sonrisa—. Pero antes, te contaré qué sucedió la primera vez que nos vimos… ¿Qué te parece?
—¡Total! —dijo Zoe con agradecimiento.
—Fue en una party. Salvador estaba observándome. Y, ¡cómo me miraba! Fíjate que hasta me ruboricé —señaló Pauline. Zoe abrió los ojos como platos—. Minutos más tarde, mi jefe hizo que me reuniera con él. Don Salvador (así me indicaron que le llamara), me invitó a una copa y después pasamos a una habitación especial. Hablamos de nuestras vidas. La mía sólo tenía escritas unas cuantas páginas. Pero el flamante Coronel, llevaba varios libros. Lo habían destinado a las Palmas de Gran Canaria desde Indochina, donde se había adiestrado con tropas francesas y americanas.  
—¿Qué me dices?
—Lo que oyes Zoe. Te has quedado muerta, ¿eh?
—No es para menos.
—Hay chiquilla, qué poco sabes de la vida. A mí no me extrañó; estaba acostumbrada a que los altos mandos me contaran sus hazañas.
—Ya veo.
—La primera cita acabó tal cual. Pero D. Salvador, pagó mi compañía y añadió un extra más que razonable. Desde esa tarde, acudió a todas las reuniones. Estuvimos muchos meses conociéndonos. Mi esposo, por aquel entonces, necesitaba a una confidente mucho más que a una señorita de alterne.
—Pauline, tu vida ha sido muy larga…
—¡Ufff!!! Fíjate en esta fotografía estábamos con unos amigos…
Pasaron la tarde observando imágenes de un pasado fascinante y desconocido para Zoe. Pauline resplandecía cuando las mostraba. Era una mujer madura muy atractiva; pero de joven había sido un ángel. Alta y esbelta, de caderas redondeadas y pechos bondadosos. Ojos grises, melena dorada y labios carnosos. Un bombón. Su esposo, un apuesto caballero de porte gallardo e impecable apariencia. A Zoe, el hecho que D. Salvador hubiera llegado a Indochina en 1946, cuando era un flamante comandante amigo íntimo de Serrano Suñer, del General Valera y del General Franco, al mando de parte del ejército Nacional: le pareció un filón novelesco de 24 quilates. Por la noche, siguieron hablando bajo un firmamento cristalino con pinceladas albas.
—Ya sabes casi toda mi vida —dijo Pauline—. Pero todavía tengo que contarte cómo un militar brillante, pasó a casarse con una mujer de la calle.
—No digas eso Pauline.
—No me avergüenzo. He tenido demasiados años para hacerlo. Y eso es lo que era.
—Tú mandas.
—Imaginarás, que llegado un tiempo, Salvador y yo intimidamos.
—Es obvio.
—La cosa comenzó como quien no quiere nada. Sin embargo, un día, Salvador, consintió que le tuteara en el pisito. Y poco después, me sacó a pasear. Me convertí, en su amante. Con ello gané mayor solvencia económica, y, lo que es más importante, dejé de estar con otros hombres. Diez años más tarde, se convirtió en General de Brigada de la región militar de Baleares. Yo me había refinado mucho. Chapurreaba inglés, francés y alemán. Finalmente, entré en la Universidad de adultos y me licencié en filología inglesa.
—Vaya, nunca dejarás de sorprenderme.
—Puede ser… —comentó Pauline—. Salvador quiso que me fuera con él. Le di calabazas. Pero la vida da muchas vueltas y Salvador era más tenaz que un Miura. Venía a verme siempre que podía. Me regalaba joyas; me invitaba a los mejores restaurantes. Al final, me trasladé a las Baleares.
—Pero querías más… —intervino Zoe.
—Llegado ese punto, sí. Él estaba acostumbrado a salirse con la suya, siempre. Pero yo, tenía una paciencia infinita y unas buenas pinzas de cangrejo. Fue una temporada maravillosa, nos codeábamos con la jet de medio mundo; ya sabes que Mallorca es la residencia de verano de muchos aristócratas
—Y de la realeza —dijo Zoe.
—Por supuesto. Con ellos también coincidimos en varias recepciones. El caso es que Salvador siguió ascendiendo y cuando lo trasladaron a Valencia como General de División de la tercera región militar, me pidió matrimonio. Yo ya tenía mis añitos…
—Pero tu docilidad había dado sus frutos.
—¡Y tanto! Vivía en un piso, de más de doscientos metros, en la Plaza de Cánovas del Castillo. Tenía tres empleadas del hogar. Y cuando nacieron los niños, no les faltaron tatas.
—¿Un cuento de hadas?
—Aparentemente…
—¿Cómo?
—Salvador perdió el interés. Se pasaba el día en Capitanía General. Regresaba a casa, con el buche lleno y el cuerpo impregnado de Coco Chanel…
—Pauline… —Zoe la miró con pena.
—Hija mía, siempre pasa lo mismo. Los hombres son polígamos. Recuérdalo toda la vida y no fantasees con príncipes azules: no existen
—¿Seguro?
—¿Quién mejor que yo podría saberlo? Disfruta todo lo que puedas.
—Pauline, puedo hacerte una pregunta.
—Lo que quieras.
—¿Y qué pasó con tanta bonanza?
—No tiene que ver con lo que te he contado; quizá sea demasiado íntimo. Bueno, ¡qué más da! Lo comprenderás enseguida. Cuando falleció el Generalísimo, Salvador se opuso a la política que emprendió el Rey Juan Carlos. De inmediato, lo degradaron a Comandante de la Reserva a una escala muy inferior. Chiquilla, todo se vino abajo. La rumorología apuntó a mis orígenes y los amigos nos dieron de lado. Tuvimos que vender el piso, despedir al servicio… Y aquí estoy.
—Con trabajadores de clase media.
—Aún tengo demasiado. Nací en la calle.
—C’est la vie!
—Puertas que se abren y se cierran. Pero, ¿sabes qué?
—Tú dirás.
—¡Que me quiten lo bailao! —sentenció Pauline con alegría.
Esa fue la última noche, que Zoe y Pauline se vieron. Finalizaron las vacaciones. Y días más tarde, el chalé de Pauline se vendió a unos extanjeros.
***
En 2015, Zoe se había convertido en una escritora afamada. Una mujer elegante e independiente. Su novela, El retrato de Pauline, había ganado un concurso literario de prestigio. La flamante escritora estaba en pleno periplo publicitario. Llenaba librerías, grandes almacenes, Ferias del Libro… Estaba firmando volúmenes delante de una mesita minimalista; la cola era interminable. Se acercó una lectora en silla de ruedas. Ella se dispuso a dedicarle el ejemplar. Cariñosa.
—¿Cómo se llama, por favor? —preguntó con una sonrisa.
—Pauline. Me llamo Pauline —contestó la anciana.
Sus miradas se abrazaron en el aire denso que las rodeaba; nunca volverían a separase.





Freaks

Todos llevamos un freak
en las entrañas
a veces, ágrafo
a veces, chic

Todos llevamos a un freak dentro; aunque sea en un trocito chiquito de nuestro cuerpo. Pongamos por ejemplo a los “pijorros” tipo Pocholo Martínez Bordiú y su grey en un bodorrio e igual secuencia: el WC.
Ellos, cabello engominado con algún caracolillo tras las orejas y traje de Hermenegildo Zegna, entran a vaciar sus vejigas. Se saca la polla, orinan y se la espolsan. La ubican en los gallumbos de Calvin Klein. Se acercan al espejo y ¡che tú! En vez de lavarse las manos, se arreglan el nudo de la corbata, se miran el cabello, se empapan la mano con saliva y se repeinan.
Pero que chulapo estás, tío se dicen a sí mismos con una mueca.
Debería sonar: Do you think I'm sexy? De Rod Stewart.

Ellas, estilo Presley. Con sus vestidos palabra de honor de Carolina Herrera y sus Blahnik con cristales de Swarovski. Entran para hacer un “pipirrún” se bajan el tanga de La Perla y, de improviso, les suena el iPhone 8; lo cogen mientras un hilillo de urea les resbala por los muslos. Hablan con la colega de turno lo que haga falta. Terminan el cambio de aguas. Dan unos meneítos a su prieto culete y, sin secarse las partes nobles, se suben las braguitas con la mano libre. Salen hasta el espejo y al abrir el grifo, sueltan: “¡Me caguen en la hostia! Lo que me faltaba, ahora se me rompe que una uña de porcelana”. Ponen cara de la Juani, sacan el tubito de Loctite del clutche de Chanel y se la pegan.
—Soy lo más de lo más –se dicen para sí poniendo morritos.

***

Éstos, son los freaks, que por lo general, al verlos sólo te sale la onomatopeya: “¡ajjj!!!”. Luego están los que te molan. Los que forman parte del particular catálogo de “nuestros queridos monstruitos”. Entre ellos, uno mismo y nuestra feria.
Que nadie se avergüence: todos somos iguales. Llevemos perfume de Baccarat con lujoso envase de incrustaciones de diamantes y fragmentos de oro de 18 quilates o colonia de la marca blanca de Mercadona.






Ghost friend

Fantasmas, perfiles falsos
bipolares o personalidades múltiples
cada uno es lo que es

Damián Bizarro es sargento primero de Infantería Mecanizada. Se ha comido todos los marrones desde que las Fuerzas Armadas españolas tuvieron misiones en el extranjero; como fuerzas humanitarias u observadores: Albania (1999), Mozambique (2000), República de Macedonia (2001), Irak (2003-04), Haití (2004), Indonesia (2005), Sudán (2006), Bosnia-Herzegovina (2007), República Democrática del Congo (2007), Líbano (2010). Para rematar, desde 2011 está con la ISAF (Fuerza Internacional de asistencia para la Seguridad de Afganistán; misión “Libertad Duradera”). Apoyo avanzado en la base de Herat.
Tras ver cómo ha quedado el cabo Vicente Fuster; totalmente desmembrado en un ataque terrorista, regresa a España con baja post traumática. Al poco de recibir ayuda psiquiátrica abre el blog Hazañas Bélicas. Sin embargo, nadie lo lee. Entonces, comienza una ardua tarea… Hacerse seguidor de otros blogs invitando al administrador a que visite el suyo. Un tête à tête que suele darle resultado.
A la par, comienza una red de “ghost friend”. Terminología que emplea con los avatares que infiltra. Se saca cuentas en diferentes servidores y juguetea por la websfera. Al cabo de varias semanas, tiene abiertos numerosos correos electrónicos y su blog adquiere un status cañí: 111 seguidores y comentarios a tutiplén. ¡Olé! Su esquizofrenia le lleva a postear bajo diversas personalidades en los blogs que sigue y en el suyo propio. Hasta se contesta a sí mismo. ¡Se lo pasa en grande! Igual es una Lolita nabokoviana que un pensionista “fracasaó”. Cuando recibe la invalidez absoluta, llora como un niño. ¡Quiere seguir en activo! Minutos después, se le olvida del sofoco. Se disfraza de mujer y se convierte en Macarena di Silva ―poeta y psicóloga―. Bajo este disfraz, publica el poema Llevo como invitada en el blog Hazañas Bélicas. Cuando dice que es otra persona; bate records de audiencia.
Llevo

Llevo el cuerpo molido,
no me ha golpeado
pero sus palabras lo han mordido.

Llevo el alma con pena,
no la ha mancillado
pero su cercanía la flagela.

Llevo los huesos rotos,
no me dio con un bate
pero sus silencios son balas de plomo.

Llevo la boca con sangre,
no me la rajó de parte a parte
pero hizo que callara y no hablase.

Llevo el organismo hecho jirones,
porque no sé qué hacer
en este mundo sin ilusiones.

Ya no sueño, los sueños me los robaron
ya no amo, el amor me fue negado
ya no vivo, aunque suspire y hable

Mi cuerpo se muere, mi alma se lapida
mis sentimientos se suicidan

y mi corazón no late

Macarena di Silva
Río de Janeiro

Seguido, cambia de atuendo; se enfunda un traje de neopreno y adquiere la personalidad que más le agrada: “Lady Sex”. Bajo este seudónimo contesta a Macarena. No comprende por qué se siente tan a gusto siendo mujer. Una voz interior le habla: “Venga, pata negra, sal del armario. Tú y yo sabemos que eres gay desde el día que te parieron. Por eso no soportaste la muerte del cabo Vicente Fuster: tu amante. No pasa nada, ser homosexual, es de lo más cool”.

Un día sale del armario y cuenta su verdadera historia. Tiene record de lectura y un editor contacta con él para que publique su autobiografía.
Años más tarde, el sargento Damián Bizarro, es la transexual Macarena di Silva; ganadora del prestigioso Premio Planeta.




Guzmán

Fantasía y discordia
Alma y corazón
la vida es maléfica;
garganta quemada

Guzmán es el mismísimo Robert Carlyle en The Full Monty Made in Spain. Ex trabajador de los Altos Hornos de Sagunto transformado en ladrón de cobre que se replantea su vida y, antes de acabar entre rejas o montárselo como sexy boy, decide darle a las teclas y convertirse en “escribidor”. Mira por dónde, que el chico se nos ha hecho un hueco en las redes sociales.
Publica su primera novela con una edición de nueva era: no pagas nada por adelantado. Lo haces tras la presentación (una coedición en toda regla) y, ésta, sale de huevos.
Sin embargo, como dice el refrán: “Qué poco dura la alegría en la casa del pobre”. Los libros con más erratas que un colador y maquetación pésima, son un verdadero desastre. En ese momento, Guzmán comprende que la editorial funciona como una imprenta de chicha y nabo. Nada más. De manera que, el pobre, se convirtió en un espectador VIP del asesinato de su primogénita: una muerte agónica y doliente.
Llegado ese punto, sopesó las ganancias y las pérdidas. Y decidió que no volvería a publicar. No obstante, quiere seguir escribiendo. Tras un verano sacrílego, asfixiado frente a su portátil, está a punto de eyacular. ¡Por fin ha terminado la corrección de su segunda novela! Un tocho de tropecientas páginas: “La guerra de los aliens”. Se cree la reencarnación del mismísimo H. G. Wells.
***
Tiene que preparar algo especial para su esposa; la mujer que aguanta su soledad y sus mortificaciones. Sonríe sólo de pensarlo: le montará un privé a lo Carlyle/Monty. Cierra el ordenador y se marcha a hacer la compra. Primero a Mercadona; después a Consum; seguido a un Aldi y, para finalizar, a Vidal. Todo sea por ahorrar hasta los céntimos del euro. Tres horas más tarde, llega su mujer ―limpiadora profesional― y se lo ve disfrazado de policía…
―¿Qué cojones pasa aquí? ¿Ahora eres madero y yo sin enterarme?
Le corta el rollo de una tajada. Pero él, más tozudo que una mula, se empecina con su propósito.
―Mujer es que tenía preparado un numerito…
―¿No me digas que ibas a hacerme un striptease?
Guzmán asiente con la cabeza.
―¡Con esa barriga a lo Simpon! Ja, ja, jaaa… ―suelta la sepia de su mujer con más años que Cascorro.
―Como sé que te gustan… me había animado.
―Hombre, cuándo el tío está cachas: ¡me encantan! Por desgracia, no es el caso.
―Uno hace lo que puede… ―Guzmán aprieta el abdomen.
―¿Y a santo de qué esta paparruchada?
―He terminado la novelita que tenía entre manos y estoy feliz, quería darte una sorpresita ¡Sé que va a ganar un premio gordo! ―dice entusiasmado.
―Sí. Y yo soy Pamela Anderson ―le suelta con grosería manoseando su tetamen.
Pero, guzmán, sólo de pensar en los lingotazos que se meten los galardonados, está cachondo. Testarudo, sigue achuchando a su parienta.
―Pero… ¿qué haces?... ¡Qué pares o te doy una leche!
―Mujer yo…
―Ni yo ni nada. Lo que tienes que hacer es olvidarte de gilipolleces y empezar a buscar curro mañana mismo. ¡Gandul, más que gandul! ―Inmediato, arremete con Guzmán a bolsazos.
Al pobre se le encoge todo.
***
Un año más tarde, se repite la misma escena.
Nuestro hombre ―insinuante― se restriega por el trasero de su esposa.
―Ya empezamos... ¡Qué no estoy para bromas! ―le suelta con mal talante, ella.
―Esta vez sí, cariño ―resuelve Guzmán con el instrumento más firme que la Magnum calibre 44 que lucía Mel Gibson en Mad Max.
―¿Cómo que sí? ¡Déjame en paz de una puta vez! ¡Me duele la c-a-b-e-z-a! ―Termina por decir vocalizando exageradamente y con el morro torcido, su parienta.
―¡Qué he ganado!
―¿Qué has ganado qué, pringao?
―¡El Euromillón, churri! ¡El Euromillón!
Suena You can leave your hat on de Joe CockerGuzmán literalmente, se trasforma en toso un profesional del erotismo. Hacer un striptease es como escribir, te desnudas poco a poco... Tras el pase private, la pareja hace el amor hasta caer rendidos.
Ya no habrán caras largas ni dolores de cabeza: Son millonarios. Gaz ha comprendido que es más fácil ganar en las Apuestas del Estado que un buen concurso literario.





Huevos de madera

Zurce como antaño
zurce sin saber coser
su corazón está afligido
su alma del revés
Mi madre tenía un huevo de madera para zurcir calcetines. Estaba abollado y cada uno de sus badenes era una historia. Lo había heredado de mi abuela, y ésta, de la suya. Así, hasta llegar a un tiempo perdido en la memoria. Quizás los albores del XIX o en tiempos de Jack, ése que destripaba a los espíritus pútridos que marchaban ondulantes por los callejones de roñas y máculas seminales. Ellas también zurcían: los calcetines agujereados, las bragas que no tenían, los corsés que no usaban y sus cuerpos llenos de cicatrices. Después ese horror pasó. Llegaron otros… Todas las madres tenían huevos zurcidores.
El de mi madre, estaba oculto en un costurero de mimbre redondo con interior de cuadros azules, anudado por un cordón marrón. Cada mañana, tras recoger la ropa tendida en la terraza, plegaba la colada y revisaba todas y cada una de las prendas. Luego, guardaba cada pieza en su sitio. Por último, abría el nudo que ella misma había hecho horas antes, y recosía los calcetines con boquetes. Los de papá sólo los remendó hasta que cumplí cuatro años. Después permanecieron en el cajón esperando que volviera, pero nunca regresó. Era verano y hacía mucho calor. No me dejaban verlo; jugaba en el balcón con mis amigos imaginarios. Siempre fui solitaria. Un hermoso capullo de cabellos taheños y ojos chispita.
Papá, pasó como un fantasma. Sábana al uso de la toga romana y rostro cerúleo. Lo llamé; no contestó. Sus ojos esmeraldinos, goteaban lágrimas alabastrinas bajo las gafas de pasta negra. Pasaron horas, quizás algún día o incluso semanas. Me asome a la barandilla de forja, vi una furgoneta verde ―¡qué risa! El color de la esperanza―. Era demasiado pequeña para leer. No obstante, escribía cuentos en mi clarividencia. Ese día escribí uno de terror: el primero. El vehículo tenía unas letras melancólicas: “Funeraria”. No sabía su significado y, a la vez, lo comprendí todo.
La enorme casa de pasillos interminables y habitaciones espaciosas, se quedó vacía. Demasiado grande para dos almas desoladas por un calvario perpetuo. En invierno hacía un frío aterrador y no había estufa. Seguimos utilizando calcetines: unos encima de otros. En verano, los lagrimeos de sudor resbalaban por nuestros cuerpos; nunca tuvimos ventilador. El bochorno atenazaba nuestras mentes envueltas en tiempos caducos. Mamá y yo, fuimos una pareja de hecho ―triste y apática― durante muchos años. Ella siguió remendando mis calcetines hasta que utilicé medias. Luego, también las zurció. Empero, no me agradaban. Prefería pantalones. Ambas seguíamos con calcetines de lana y algodón. Nunca había uno desparejado. Los tenía tan controlados como la manduca de la nevera.
Guardaba su óvulo como si fuera un tesoro. Antes no lo comprendía. Ahora lo echo de menos. Me enseñó a reforzar las prendas desquebrajadas. Es tiempo de olvidar el pasado y recomponer el presente. Necesitamos salvavidas para seguir en este mundo hundido en un pozo. Mañana, me acercaré a los chinos y compraré un huevo de madera. Es época de zurcir los calcetines que tenemos.







I love you Facebook
Redes sociales, futuro
amores compartidos
pulgares metálicos
y mente decodificada
My dear Face,
El día que vi Her, supe que todavía estaba en mis cabales. Joaquin Fhoenix, había caído rendido a los pies de un programa informático con voz seductora y femenina. Yo de una red social muy masculina con un harén incontable de concubinas.
Recuerdo el día que te conocí. Abrí el ordenador y busqué en Google: Facebook. Cuando vi tus ojos azules con esas pintas níveas; supe que eras el hombre de mi vida. Mi alma gemela. Daba igual que nuestra relación tuviera que ser abierta. Mi educación estricta, de rosario y mantellina, me decía que era pecaminosa. Sin embargo, quedé prendada por tus cualidades. Así que aparqué mis prejuicios y me adentré en tus dendritas. Poco a poco conocí a mis contrincantes, aquellas y aquellos —no olvidemos que tu ambigüedad sexual sigue pujante—, con los que competía a diario… Personas anónimas que me pedían amistad y sacaban sus tentáculos por la fluorescencia luminosa de la pantalla.
Todo me dio igual, hasta tuve que rehacer mis sentidos para acoplarme a tus requisitos. Besé tu boca y una corriente automatizada pasó por mi cuerpo dándome vida: ¡pura dopamina! Las teclas transmutaron en tus músculos de titanio. Me convertí en tu presa, no podía respirar si no te veía, me faltaba el aire. Tu fragancia a electricidad condensada doblegaba mis emociones. Hasta hice el amor contigo escuchando ese sonido inmortal de tu corazón como un runrún imperecedero. Y, ¡zas! De repente, no puedo dormir. Abro el portátil para encontrarme contigo en esas noches febriles en las que las sábanas huelen a cinabrio, y aparece una nota: “Estás bloqueada”.
¿Qué había hecho yo para merecer que me recluyeras en la celda de castigo a pan y agua? Si había compartido las 24h horas del día, de toda la semana, a tu lado. Hasta iba al servicio con la Tablet viendo uno de tus muchos rostros: compartiendo amantes. Me sentí la mujer más desdichada del universo. De nada servía conectarme a Internet si tú no estabas. Pensé que debía confesarme; estaba claro que Dios me había castigado por mantener relaciones múltiples. De rodillas en el confesionario, le expliqué al sacerdote mis pecados, me dijo que tenía que rezar cinco Padres Nuestros y un Ave María. Amén de escuchar misa durante una semana. El clérigo se enfadó muchísimo. La Iglesia penaliza las relaciones extramaritales, y yo nunca podría cumplir con el Santísimo Sacramento del Matrimonio contigo. Pero te amo tanto, amor mío, que se me hace pesado la vida sin tu apoyo bendito. He puesto en mi muro un lazo negro en señal de duelo. Con ello he descubierto quiénes son verdaderamente mis amigos. Los que me han posteado y se han unido a mi causa, los que no me han dicho nada e incluso me han borrado de sus listas, y los indiferentes en su placer extraño. Todos esos camaradas han sido un apoyo muy grande. Me he sentido reconfortada. A ellos le había sucedido lo mismo en algún momento y, aseguran que cualquier día me levantas el arresto.
Entonces volveré a tenerte entre mis brazos, te asiré con todas mis fuerzas y no dejaré que te vayas. Seré muy obediente. Cumpliré a rajatabla todo lo que me digas. Por favor, lee esta carta de amor desesperado y regresa al calor de mi cuerpo. I love you Facebook.
Tuya siempre, Cibernalia
P.D. Tras escribir esta carta de amor desalentado, pasaron los días y seguí sola; ¡no me perdonabas! Las noches eran blancas. El reloj repicaba en mis tímpanos. Una hora, otra más y nada. Por fin, me absolviste. Un día me levanté y pude navegar por todos los recovecos de tu organismo. Tu fragancia a testosterona cibernética humedeció mi hechura. ¡Volvías a amarme! Cuando vi tus ojos y escuché tu voz susurrante, te besé delirante y tu energía incendió mi sexo. Abrí la Webcam y bailé solo para ti como la mejor stripper del Bada Bing de Los Soprano. Desnuda, deposité el portátil sobre mi vientre y tuve un orgasmo tántrico. No me importaba que Dios me castigara por tu amor incestuoso. ¡Era feliz! ¡Nos habíamos reconciliado!








La señorita de ciencias naturales

Merche olía a jabón
a flores recién cortadas
a deseo entre las piernas
a ternura deseada

Hacía tanto calor que no cantaban ni las chicharras. La sucursal estaba vacía y yo aburrido como una ostra. De repente, abrió la puerta y entró; una aparición celeste con pasos distinguidos de dama. Sus tacones repicaron en mis oídos.
―Buenos días joven. Quiero ingresar doscientos euros en mi libreta de ahorros ―dijo (con su voz modulada) haciendo hincapié en la dicción de las palabras agudas y esdrújulas.
Leí: “Mercedes Luján Ródenas”. No me había equivocado. ¿Cómo iba a hacerlo? Su cabello taheño y su rostro de porcelana. Me puse como un flan. Era incapaz de contestar. La boca me temblaba y un ligero rubor enardeció mis mejillas.
***
Luces de colores se fundieron en mi cabeza y ahí estaba yo brincando frente a la Academia Levantinos donde íbamos los niños de casa bien descarriados...
―¡Juanito! ¡Juanito! ―gritaron desde una de las ventanas―. Date prisa que ya viene.
―Ya voy. ¡No me pierdo su entrada! ―contesté mientras salía como un rayo entre los vehículos aparcados.
Y, ¡zas! Empapelé la luna frontal del Seiscientos que pasaba. El mundo cambió de color. Pasé de las tonalidades fuertes a la negrura más absoluta. Después, a los pasteles de las acuarelas de Sorolla.
―Ya vuelve en sí ―escuché que decían.
―¿Y cómo ha vuelto? ―era la voz de mi madre.
Risas y lloros entre sábanas blancas de algodón almidonado y monjas con caras circunspectas que desconocían la sonrisa. Desde entonces, todas las mañanas desperté en esa nebulosa azucarada de ensoñaciones hermosas. Al final, descubrí que ese fluido que manchaba la cama podía surgir en cualquier momento.
Mis amigos miraban los calendarios con la foto de Nadiuska. Yo imaginaba siempre a Mercedes. Sus tacones de aguja, su cabello recogido con moño italiano, su insinuante Cruzado Mágico bajo las camisas de popelín recién planchadas y sus faldas de tubo ―con abertura trasera―, resaltado el sensual balanceo de su pelvis.
Cuando llegaba al colegio, los maestros carraspeaban y el cura escondía las manos en los bolsillos de la sotana para calmar su rosario. Cada cual hacía sus cábalas: “¿Será una pervertida con cara de ángel o una ingenua con maneras de Femme Fatale?”… Obviamente, era la única que te dejaba entrar en clase aunque llevaras los pantalones unos centímetros por encima del suelo. Sonreía y te guiñaba un ojo mientras decía: “Mis queridos salvajes, ¡crecéis demasiado rápido!”.
***
―¿Le pasa algo? ―escuché de pronto.
―Nada, Señorita Merche ―contesté atribulado.
―Anda, ¡si eres mi Juanito! ¿Por qué no me lo has dicho antes?
Me había reconocido pese a que habían pasado más de tres décadas. Me sentí el hombre más afortunado de la Tierra. Entonces, recordé ese lapsus de vida que se repetía en mis sueños una y otra vez cuando me trasladaban al hospital resguardado entre sus brazos. Era ella. La señorita Merche: la profesora de Ciencias Naturales.





Línea amarilla
Reparte pasquines y sonrisas Profidén
reparte angustia en las entrañas
y amor por doquier

Hola, me llamo Amelia y soy “pasquinera”. Desde hace un año trabajo en una empresa de publicidad. Departamento, reparto. Sección, ponerse en un esquina o donde te manden, y distribuir la propaganda de este o aquel negocio. De vez en cuando, buzoneo. Esta semana, tocan folletos de Trajes de Comunión. Destino: Massanassa.
Estoy en la parada de la calle de Jesús, frente a la Finca Roja. Un edificio erigido en los años 20 con tintes prosoviéticos. La miro como si nunca la hubiera visto: está restaurada y luce hermosa. Cuanto menos, original. Hace frío. Enero está pegando de lo lindo. A lo lejos, veo aparecer ese bus amarillento y de segunda fila que me transportará al dichoso pueblecito. ¡Menuda mierda!, pienso. Por fin, llega el 103.
—Buenas tardes —el conductor hace un ademán con la cabeza–. Un billete para Massanassa, por favor —le digo.
—Un euro veinte —contesta.
—¡Ah! Muy bien. Aquí tiene —me mira con cara de: “¡Será gilipollas! La señora”.
—¡Au! —vocaliza con una especie de gruñido.
—Gracias.
Miro los asientos: hilera de uno a ambos lados. Tres reservados para ancianos, embarazadas y discapacitados… En el centro izquierda, una puerta de salida. Después, cuatro filas de “reposatraseros” dobles. Al fondo, el trono: la ristra final. Me encamino a ella, como si fuera la reina de ese gusano metálico y embadurnado de polvo que transcurre por la carretera. Las ruedas son las patas y las ventanas, los ojos. Al sentarme, noto un cierto calor en las nalgas, que aumenta a medida que el traqueteo se convierte en zozobra y la bocina no deja de sonar. Me quito el plumífero, el gorro, los guantes, la bufanda y comienzo a mirar.
Desde mi baluarte, veo a los pasajeros que entran y salen. Minutos después, el trajín: me atrapa. Percibo los baches, los frenazos, los pitidos, los arcenes con arenisca, las hablas de los viajeros y sus atuendos… Los hay con chándals de táctel; con ponchos o tocados de colores. De repente, aparece una señora con encanto: acolchado beige —estilo Cortefiel— pantalón chocolate, melena bien peinada, y ¡zas! Se sienta a mi lado. Su perfume me embriaga. Huele bien, la pava —pienso alegre—. ¡Ajjj!!! Si antes lo digo, antes me trago mis elucubraciones. Al girarse, olisqueo a tetrabrik Don Simón. Otro pensamiento me invade: “¿Quién sabe lo que le habrá ocurrido? Quizás, encontró a su esposo en la cama con otra. O puede que haya tenido un cáncer de mama. O a lo mejor, su hijo la palmó en un accidente y se ha convertido en una ‘devorapíldorasalcoholizada’. ¿Y a mí qué me importa?”. Cuando se baja, vislumbro sus mágicos andares de señora bien venida a menos: es lo mejor del trayecto.
Cinco paradas más tarde, me apeo. Llevo el coreano desabrochado y el gorro en la mano. Al girar la calle, la humedad congela mis huesos y un dolor intenso araña mi garganta. Camino rápido para llegar a la hora exacta. El aroma a pueblo y a pan recién horneado, me acompaña. Tras las ventanas de forja, los ojuelos de las cotillas husmean mis pasos. Por fin, llego a mi primer destino: la iglesia de San Bartolomé. Reparto propaganda con una sonrisa a dentífrico marca blanca y acritud en las entrañas.
Horas más tarde, estoy de nuevo en la parada del bus. Son las 20:58h de un lunes maldito de enero de 2012. Sonrío al ver aparecer al 103.
—Buenas noches.
—Hola, joven ¿a dónde vas?  —dice sonriendo, el chófer.
—A la calle San Vicente —contesto agradecida.
—Uno con veinte, hija...
—Gracias.
—De nada. ¡Buen viaje, corazón!
Retomo el sillón de “Queen” del extrarradio, en el penca del gigantesco parásito que me transporta; con los efluvios humanos volatilizados en su panza. A mi lado, una chavala con su MP4. Oigo su “runrún” desde mi asiento. Examino a los pasajeros; perroflautas, obreros, imitadores a roqueros, góticos, mascachapas y yo, la abuela del look ochentero. El calor es sofocante. Empero, tirito cada vez que se abre la puerta. A lo lejos, las luces de la city. De repente, sufrimos un accidente.
—¡Me caguen en la hostia! —Brama el conductor tras pitidos estridentes.

Vaya, el Hyde ha salido. ¡Con lo amable que fue al subir! —Cavilo—. De sopetón, un brusco golpe: el bus para en seco.

—Señores pasajeros, por no atropellar a un ciclista, hemos chocado con un vehículo estacionado —informa el conductor con la cara descompuesta y goterones de sudor resbalando por su rostro.

La chica de al lado, se quita los cascos y pregunta.

—¿Has visto? Le hemos metido una hostia a un Megane. ¿Qué ha pasado?
—Se ha cruzado una bici y el chófer, por no embestirlo, ha dado un volantazo y… ¡Ya ves! —contesto.
—¡Ahhh!!! —se pone los cascos y tan tranquila. No me da ni las gracias.

El bullicio aumenta. Ahora, sí huele a sobaquera. Estamos parados media hora hasta que hacemos trasbordo. Cuando reemprendemos la marcha. Los badenes parecen rinocerontes; los arcenes, canales; los claxon, ruidos infernales; los olores, cloacas; los pasajeros, animales salvajes enjaulados y con garras. Nos ha engullido una enorme y hambrienta oruga: tirito de horror.

Por fin, veo La Cruz Cubierta y la Avenida de San Vicente. El Cine Veracruz reconvertido en after gay; la fábrica de cervezas El Turia rehabilitada en almacenes de la Gold Damm; las naves de Macosa, habitadas por okupas; el antiguo parque militar, despoblado y con ratas a lo Bug Bunny. Cruzamos la Avenida Giorgeta con tráfico denso en ambos sentidos y, por primera vez, me agrada el ruido y la iluminación de mi urbe. Sé que esa noche tendré que tomarme un ibuprofeno y que puedo coger un catarro maquiavélico. Antes de adentrarme en las calles que me llevaran a casa, hecho un último vistazo a la monumental Finca Roja.
—¡Hey amiga! Pasado mañana, vuelvo a verte para repartir propaganda en otras parroquias o en otros colegios… —le digo cabreada.
La conciencia me habla:
—Da gracias. Ni eres limpiadora ni “lumi” a la luz de una farola.
—Pues, no sé… El mocho, se me da fatal. De “lumi”… Todo sería probar. Desconozco que es peor: soportar a las mamás de los comuniantes o tragar los falos de sus papis. Estoy por cambiar de oficio —le contesto hablando sola.
—¡No te da vergüenza! ¡A tus años y con ese culazo!
—Vergüenza, robar o matar. Las “matures” estamos de moda y… ¡cállate de una vez, que no pienso hacerte caso!
Dicho y hecho. Mi esquizofrenia termina; en vez de marcharme a casa, me doy una vuelta por el Chino. Y ¡mira tú! Va y pillo cacho. Regreso a mi domicilio con las tuberías limpias como patenas, y 60€ en el bolsillo.
Al día siguiente, me llaman de la empresa publicitaria. Los mando a tomar por viento. Y me voy a la farola. Allí, todas somos iguales. Mujeres necesitadas: mujeres de la calle.







Ogros
Lobos con pieles de oveja
y caramelos en las manos
los enseñan y se relamen

Tu mamá dormitaba en el sofá tapizado con retorta marrón y flores crema. Un leve sonido salía de su boca descolocada. Llevabas una falda plisada y un suéter rosa. Dos coletas, taheñas, pendían de tu cabecita. Eras una muñeca. La niña más bonita del mundo entero y parte del extranjero ―te decía― cuando te veía. Tus ojos de gatita y tu piel blanca de porcelana con las mejillas sonrosadas.
Estábamos arreglando el suelo de tu casa. Se habían soltado algunas baldosas. Tu madre, quiso cambiarlo por completo. Dinero no le faltaba… Las plomadas situadas a lo largo del pasillo, apenas unos centímetros de las paredes. Tú, jugando en el balcón con tu cocinita. Ésa, igual que la de mami: de railite crudo jaspeado en verde. Siempre sola; la preciosa niña de cabellos dorados y ojos radiantes.
―Susana, cariño, ¿quieres unos caramelos? ―señalé con voz dulzona.
Sonreíste. Dejaste los panes moldeados con migas y colonia; los cacharros embadurnados de barro. Viniste saltando. Los lazos de tu cabello meciéndose en el aire.
―Tío Pololo, ¡te quiero! ―Te tiraste a mi cuello y me besaste para que te diera golosinas.
Eras la gracia del vecindario; de Manolo, Pololo. De alquitrán, altricán. De Sí, gí. De Caramelos, melos… Tu vocabulario particular.
―Toma, amor, una chuche. ¿Quieres enseñarles a mis amiguitos el regalito que te ha traído el tío? ―pregunté.
―Gí ―contestaste riendo.
Te levantaste la faldita y mostraste las braguitas de perlé blanco con cinta de raso azul, mientras chupabas la piruleta. Nosotros, hombres bragados, estábamos en cuclillas. ¡Cómo se relamieron mis compañeros, al ver tu culete y mis dedos acariciándolo!
―Susi, pequeña. ¿Dónde estás? ―canturreó tu madre.
―Adiós tiito. Adiós señores ―dijiste moviendo la manita.
Marchaste ―como habías venido, saltando y paladeando tu dulce. Sabías que el tío Pololo siempre tenía melos. Te hiciste mayor; pasaste de mis regalos, de mis caramelos. Buscaba una ocasión para hablar... y la encontré. Acababan de operar a tu chiquilla de peritonitis, estabais en el hospital. Era el momento oportuno. Mientras fuimos a por unos cafés, pregunté:
¿Me dejas que traiga alguna cosilla para tu niña? Se parece mucho a ti. Me trae buenos recuerdos…
No lo comprendí. De tus ojos ―verdes como olivas―, surgieron unos lagrimones enormes; hiciste que me marchara, como un ogro con el rabo entre las piernas. Nunca más supe de ti. Hoy, te escribo esta carta porque desconozco qué hice mal...





Sr. Pérez Martínez

A veces, la suerte está echada
cuando los ojos se cierran
y la mente habla

Me llamo Manuel, tengo tres churumbeles y una mujer encantadora. Ambos nos hemos quedado en paro. A ella no le queda ni subsidio ni nada de nada y a mí se me acaba la prestación dentro de dos meses. Mi chica, limpia algunas casas. Es tan hermosa que me da pena verla de señora a chacha. Mañana tengo una entrevista de trabajo y voy a comprarme una camisa decente. Llevo veinte euros: la vaca no da más leche. Encima, es nuestro aniversario. Se me retuercen las entrañas, pensando que no puedo comprarle ni un ramo de flores. Justo, cuando hace diez años que nos casamos.

***

Acabo de llegar a los almacenes El Corte Español. La calefacción está a toda pastilla y los luminosos inundan la superficie. Nada más entrar, una señorita bastante acicalada me pregunta:
—¿Caballero tiene nuestra tarjeta?
—Por supuesto —contesto para que no me dé la paliza.
Ando dos pasos y un bombonazo siliconado, me aborda.
—¿Quiere probar la nueva fragancia de Ferragamo?
—Bueno…
—Mire le pongo un poquito en este dosificador —me embadurna de perfume una cartulina alargada con el logo de la firma— y otro poco en el cuello del chaquetón para que huela bien…
—Lo que tú digas, guapa —contesto.
Sigo mi trayecto hasta las escaleras mecánicas. Directo a la planta joven. Los carteles me aturullan. No entiendo cómo las mujeres disfrutan comprando. ¡Es un agobio! —Pienso—. Al llegar, atisbo a un caballero trajeado con plaquita identificativa en la que leo: “Sr. Pérez, Jefe de Departamento”.
—Caballero, ¿sería tan amable de decirme dónde puedo encontrar alguna camisa básica? —le pregunto.
El hombre se atusa la corbata, y con una sonrisa Profidén, me contesta.
—Por supuesto, señor. Yo mismo le acompañaré. ¿Qué busca exactamente?
—Mire, necesito una camisa blanca con rayas marino o similar. Económica, por favor.
—Ya veo… —se toca la barbilla, cavilando—. Creo que ya lo tengo. Usted llevará la talla cuarenta, ¿verdad? —Dice mirándome.
—Pues… ¡Sí señor! Se nota que entiende.
—Hombre, son muchos años...
—Claro… —Seguro que estás hasta los mismísimos cojones de aguantar a las “marujas” durante todos los días de tu puta vida. Pero, ¡macho! ¡Qué bien lo llevas! Yo en tu lugar, estaría cazando moscas, pienso.
Caminamos hasta el stand de Moda Fácil. Diez minutos más tarde, entro en un probador con cinco camisas. El vestidor está hecho un desastre; hay ropa por todos los rincones. ¡Cómo se nota la crisis! Antes, estaba impoluto —hablo con mi reflejo antes de colgarlas—. La primera que me pruebo me sienta como un guante y cuesta diecinueve con noventa euros. No me pruebo más. Al salir, se me engaña un suéter de Kookaï entre las etiquetas. Lo miro y veo a mi Paqui dentro. Es su marca preferida. Seguro que estaría guapísima —pienso—. Fondo grana y manchas felinas en negro. Miro el precio: ¡hostia puta! Antes, cien euros. Ahora, setenta. Del susto se me cae y ¡zas! Veo que la alarma resbala por el suelo. ¡No me lo puedo creer! Resulta que esas alarmitas con líquido fosforescente anti-ladrones, está suelta… No, no puedo. ¿Cómo voy a robar un puto suéter? Me insinúa mi conciencia con habla clara y precisa. Y repite la cantinela:
—No seas idiota. Lo pliegas y te lo metes en la bandolera. Sales, pagas la camisa y te largas con un regalazo para tu esposa. Mañana, puede que encuentres trabajo o puede que no. Ella seguirá feliz con su pullover.
—Y… ¿Qué le digo cuando me pregunte? —interrogo a mi razón.
—Eso, ya lo pensarás. ¡Hala! Al ataque.
Me ruborizo. Empero, hago caso a mi gnosis: Paqui se lo merece todo. Respiro unas cuantas veces y meto el jersey en un lateral de la bolsa. Pago la camisa al Sr. Pérez, e, ipso facto, salgo más contento que unas castañuelas.

***

Hago la entrevista y consigo el empleo. Por la noche, cuando los niños se acuestan, mi esposa y yo cenamos en la intimidad para celebrar nuestro aniversario y el trabajo… Paqui, me ha comprado un bolígrafo de Aldi envuelto primorosamente. Cuando le doy mi regalo, sus ojos resplandecen
—¡Es precioso! Gracias mi amor —me abraza, me besa, me acaricia. Se queda en sujetador y se lo prueba. Está espectacular—. Ya sé que no debo preguntar. Pero, ¿cómo lo has comprando? —pregunta.
—A veces, los milagros existen —contesto.
Hacemos el amor como si fuera la primera vez. Yo desnudo, ella con el suéter del hurto. Paqui es mi tigresa particular: una fiera. El pullover le sienta como anillo al dedo. No hay nada mejor que tener sexo con la dopamina por las nubes. ¡Y qué bien sienta robar a un puto ladrón!






Te lo prometí mamuchi

Las promesas se las lleva el viento
el corazón permanece alerta

Mi madre era una ávida lectora. Su escritora preferida era Agatha Christie: tenía la colección completa. Pasados los 75 años, le enseñé a manejar el ordenador. Un día le abrí uno de mis manuscritos (un tocho bien grueso que había escaneado página a página para tenerlo a buen recaudo dentro del PC). Una de las muchas novelas que rulan por los cajones. Estaba absorta leyendo mientras yo la controlaba de lejos, observando sus reacciones…
―¿No te cansas mami? ―pregunté.
―No hija. Es muy interesante ―contestó.
Cuando acabó el primer capítulo, le dije que era mío.
―¡No puedes ser! Me estás engañando ―insinuó moviendo la cabeza y con los ojos brillantes.
―¿Por qué dices eso?
―Porque me ha gustado mucho y es muy entretenida. ¿Cómo puede ser tuya?
―¿Tan poco crees en mí?
―Siempre he creído en todo lo que te hacías. Está mal que lo diga; pero es una gran novela.
―Tengo algunos secretillos… ―sugerí con una mueca.
Ella ignoraba que escribía desde que tenía uso de razón. Primero en la memoria. Y cuando aprendí el abecedario, en cualquier sitio.
―¿Y por qué no me lo has dicho antes?
―¿Para qué?
―Te hubiera ayudado. Ahora, poco puedo hacer.
Me encogí de hombros y la besé.
―Prométeme que nunca dejarás de escribir ―me dijo.
―Te lo prometo “mamuchi” ―aseveré reprimiendo mis lágrimas.
Para mí fue como ganar el Nobel de Literatura. Desconocía que sus palabras eran premonitorias: se estaba despidiendo de mí. Cuando deseo tirar la toalla y dejar de escribir, escucho sus palabras como si la tuviera al lado. Eso, me ayuda a seguir.




Todos los muertos son iguales

Huesos y sollozos
en un mundo tramposo
huesos y sollozos
ataúdes, lodo

Úrsula vive en una finca de diez plantas, y, exceptuando su casa y otro apartamento, el resto está ocupado por jovenzuelos de más de setenta añitos. Los hay hasta nonagenarios.

—¡Joder! —Exclama por lo bajini cuando entra en el patio y huele un perfume fortísimo—. Una de mis carcamales preferidas se ha echado la botella entera de Myrurgia —barrunta hablando sola.

Los aprecia a todos. Pero tienen sus cosillas… Poco le importa; ella es la primera rarita de la troupe. Constante como un reloj, se dispone a subir hasta el cuarto a pata, sin prisa ni pausa. A cada paso que da, la fragancia se torna insoportable; cuando toma el rellano del tercero, un ruido la pone sobre aviso… Algo no anda bien —piensa—, y ¡zas! Allí está, la puerta cinco abierta de par en par. Una camilla hidráulica (con una bolsa de plástico negra atravesada por una cremallera y silueteada por un contorno humano), aparece ante ella. Por el lateral, se asoma una vecina con cara de circunstancia:

—Mi papá ha fallecido Úrsula. Sube, sube… Después hablamos —le anima para que pase.

—Tranquila, Mari. Me espero… Después subo, no tengo prisa —contesta Úrsula.
Y ahí se queda, viendo como maniobran a uno y otro lado la dichosa camilla hasta ubicarla centrada a la puerta del ascensor, que ella misma sujeta por detrás. Seguido los de la funeraria repliegan las patas, la ponen en vertical y la introducen en el elevador con el bueno de Eusebio enfundado. Mari le cuenta con brevedad el suceso:
—Nada Úrsula, he llegado sobre las cinco de la tarde. El papá estaba sentado en el sillón de espaldas a la puerta del salón y yo diciéndole: “Papá, papá”. Pero no me contestaba; al acercarme me he dado cuenta que estaba… —Mari se pone a llorar como una Magdalena.
—Tranquila. Tú has hecho todo lo posible para que fuera feliz —comenta Úrsula con un abrazo.
—Sabes… Aún estaba caliente —le confiesa entre sollozos la compungida hija.
—Era muy majo.
—Pues, tenía muy malas pulgas —asegura la hija secándose las lágrimas.
—Un cascarrabias encantador con los ojillos luminosos y la sonrisa de niño travieso —concluye Úrsula.
—Lo cierto es que ha vivido muy bien ¡Ya quisiéramos todos llegar a sus años con tan buena salud! —Asevera Mari.
—Tienes mucha razón —apostilla Úrsula.

La conversación termina. Úrsula ha perdido las ganas de todo. ¡Caray! Con lo bien que me caía Eusebio. Toda una institución a sus noventa y cinco años; su cervecita a diario, su purito, su cafetito, sus “cuquis” una vez al mes… ¡Qué pena! —Elucubra la joven para sus adentros—. Al final se mete en la cama sin cenar; pasa una noche de perros. Se levanta tarde, desayuna y como una flecha se marcha directa a la parada del bus. Destino: Tanatorio Municipal.

Diez minutos más tarde, aparece el vehículo. Los recovecos por donde surca la lombriz metálica de color púrpura, la sumergen en el letargo de su pasado. Navega por la calle donde nació, por la calzada que tantas veces había pisado para ir a trabajar, por la plaza donde vivió de joven, por el callejón dónde estaba ubicado el almacén familiar y por la avenida de El camposanto. Cuando llega son casi las dos de la tarde, tiene veinte minutos para presentar sus respectos y hablar con Eusebio.
Entra en el Tanatorio, mira el panel y pregunta a las recepcionistas:

—Sala 4. Siga por el pasillo de la derecha hasta el final —le contestan con una amable y cibernética voz.
—¡Jo! La misma sala donde pusieron a mi padrino —murmura Úrsula cabreada.
—¿Decía algo? Señora.
—No señora —contesta de mala gaita, antes de emprender el caminito de la derecha.
Al fondo del pasillo diestro, ve un cartel enorme de color verde con letras blancas que pende de la puerta, donde se puede leer: “Acceso al crematorio cerrado por reformas”.  Vaya, ¿y qué harán con los pobres que deseen incinerarse, un periplo por las afueras? —Dice por lo bajini, moviendo la cabeza—. Inmediato, sigue el pasillito que tuerce hacia la izquierda. Está impoluto y con una asepsia similar al del film Gattaca —piensa con sorna—. Todas las salas quedan al mismo lado. Úrsula con su particular humor, hace una crónica mental y minuciosa de lo que va viendo…
Sala 1: nadie a bordo. Murmullos de fondo.
Sala 2: igual que la anterior.
Sala 3: congregación de gentío en la puerta invadiendo la totalidad del pasillo como si hubieran pagado una zona VIP sólo para ellos. Muerto pudiente, todos enlutados; ellos con trajes oscuros y corbatas, ellas con vestidos negros y tocados. Las conversaciones frívolas y variopintas: la hipoteca, la casa, los hijos, el trabajo, el nuevo coche, las vacaciones de Semana Santa. Mucha apariencia y más hipocresía —medita Úrsula con los tímpanos estrangulados por los cotilleos propios de un cóctel y no del adiós por alguien querido—. ¡Estos ricos son unos hipócritas! —Suspira.
Sala 4: tres caballeros de pelo cano, conversando discretamente. Dentro la acogedora salita en tonos beige neutro. A la izquierda el servicio, enfrente una mesa redonda con cuatro sillas, al fondo (lindado con la pared) dos sofás. Encima unas litografía abstractas intercaladas por tres plafones blancos de media luna. En el lado opuesto, dos armoniosos parabanes que recogen al difunto.
Úrsula no ve a nadie conocido y se va con Eusebio. Ahí está en una caja de madera normal y corriente. Envuelto en un sudario blanco. Lo mira y apenas reconoce a ese grandullón que caminaba con pasos milimétricos ayudado por su bastón, su puro y su bolsa de la compra. Tan lleno de vida; de dimensiones magnas y sonrisa pícara —recuerda—. Ha menguado cinco o seis tallas. Todos los muertos son iguales (por su mente pasan los últimos sepelios a los que ha acudido). A ellas se les afila el óvalo y a ellos la nariz. Y después, está ese color tan especial de la muerte… Apergaminados; entre amarillento y violáceo por los mejunjes para maquearlos. Les sellan los orificios o les cortan algunas partes corporales con tal que aparezcan en una posición lo más natural posible. Se les tapona la tráquea con algodones para evitar posibles vómitos, se les ponen prótesis oculares para que los ojos no se abran, se les pasa una brocha de color para que parezcan vivos, cuando están rígidos como tablas; un poco de formol y ¡voila!, muerto a la carta, piensa Úrsula fijándome en el rostro desdibujado de su apreciado vecino.
¿Cómo no vamos a parecernos si a todos nos meten lo mismo? ¡Vaya caca!, recrimina a sus entrañas. Eusebio, si es qué nada en tu cara me recuerda a ese guasón que conocía desde hace cuántos, ¿quince o dieciséis años? ¡Qué más da! –Se repite Úrsula mientras pasea la vista por sus alrededores—. Eso sí, por lo menos estás bien floreado; una corona a cada lado del ataúd, la de la derecha con gladiolos rosas y claveles blancos; recordatorio: tus hijos no te olvidan. ¡Vaya que no! Los he visto en contadas ocasiones, piensa con cara de póker.
A la de la izquierda otra de claveles en tonos rosas, recordatorio: tus nietos no te olvidan. ¡Ah carajo! Si resulta que tenías nietos y yo sin enterarme —a Úrsula le hierve la sangre—. A los pies, dos búcaros elípticos con un altillo metálico; todo muy pulcro. Izquierda, gladiolos rosas y narcisos amarillos. ¡Qué mal gusto!, piensa la dama. Recordatorio: tus vecinos no te olvidan.  No podían ser de otros; seguro que más de uno está brindando tu partida con champagne —tuerce el morro—. El del otro lado, sin embargo, exento de recordatorios se exhibe con tan sólo capullos de rosas blancas. Una gozada para la vista; un descanso para tan macabra estampa rematada por un enorme crucifijo en la cabeza del féretro y dos luces con esbeltos pies de madera a modo de antorchas.
Úrsula sigue con su soliloquio mental yermo de palabras que no de pensamientos, repasando hasta el último detalle. Eusebio, voy a rezarte un poco. Sí, ya sé que no voy a misa ni rezo rosarios. Además, digo palabrotas si me place y peco a diario, ¡rediós! Pero no puede comenzar ninguna oración. No obstante, recuerda anécdotas de Eusebio… Sus pasitos de Geisha para desplazarse. ¡Cómo miraba a las jovencitas de reojo! Las veces que había bajado a recoger alguna pieza de la colada. Era divertidísimo, tenía los trofeos colgados en su tendedero con pinzas… El gayumbo de uno, el sujetador de otra, el paño de cocina de cualquiera, unas bragas de algodón grandotas, cinco o seis calcetines desparejados y los tangas de colorines de Úrsula. Todo un museo. Al final, se le llenan los ojos de lágrimas. Mira, ¡ya no puedo más! Me marcho a brindar por ti con lo que pille, seguro que eso te gusta más que la parafernalia que te han montado, termina por decir antes de dejar la sala.
Ya en casa, Úrsula abre el mueble bar y se amorra a la primera botella que ve sin mirar si es whisky o vodka.
—Va por ti Eusebio —dice a viva voz.

Antes, ha encendido el DVD. Eternas del Jazz suena a toda pastilla. El tiempo transcurre y Úrsula desconoce lo que se ha metido en el cuerpo, sigue bailoteando por la casa a ritmo de R&B. Beoda como una cuba y con lagrimones en los ojos.
—¡Coño, Eusebio! ¿Y ahora quién me dirá: “Hasta luego joven”? Eras el único que me decía “joven” con toda la naturalidad del mundo —sigue barruntando hasta que se queda dormida en el sofá.
Por la mañana, se despierta arropada por una manta, como si un angelote se hubiera preocupado de ella. Mira hacía la mesa del comedor y ve un caliqueño humeante. Sonríe. Se hizo la dormida cuando Eusebio la cubrió y le dijo: “Hasta la vista, joven”.






Un freak con pedigrí
Las apariencias engañan
los lugares ofenden
un hombre perdido
un duende

Las apariencias engañan. Me lo había dicho mi padre —a quien no conocí— por haber nacido del útero de la Cascanueces, en un burdel de pacotilla. Así apodaban a mi madre capaz de abrir estos frutos con su vagina. Quizás por ese motivo no abortó cuando la madame del putiferio le endiñó una pócima para tales menesteres. No obstante, ella apretó sus entrañas y así, me quedé dentro. La pobre dejó este mundo tras una larga enfermedad que la postergó en el catre durante sus últimos años. Sin embargo, había ahorrado lo suficiente para que su único retoño (yo) tuviera buenos estudios. Y, finalmente, estudié en la mejor universidad del país.
Por aquel entonces, era un tortolito con matrículas y muy apocado. Alojado en el Colegio Mayor de la Universidad de Químicas: el típico principiante expuesto a clásicas novatadas… Se descojonaban de mi cuerpo enclenque. Mis compañeros se pasaban horas levantando pesas y se ligaban a las mejores nenas. Yo, por el contrario, era amigo de la fea de clase; una gafapasta empollona y regordeta. El deporte era la única asignatura que no casaba conmigo. Pero como la sala deportiva estaba abierta a todo tipo de individuos, ejercía de club social. Entre los asiduos, destacaba un personajillo extravagante y cañí. Un setentón de ojos azules velados, piel maleta de cabina, piernas arqueadas, melenilla alba de tres pelos, pantalones cortos y camiseta de tirantes. Vamos, un freak con pedigrí. Con todo, caía bien entre los ciclados. Yo estaba alucinado, no sabía qué pensar. Un día escuché una conversación…
—Nada tío, acabo en quince minutos. Me esperas junto a la máquina de Coca-Cola y nos vamos… ya sabes —le dijo un mascachapas, ladeando la cabeza como diciendo: “Nosotros a lo nuestro y chimpún”.
—¡Chiii…! —Sugirió el Abuelo como diciendo: “Ojito que pueden oírte”.
—Pues eso, nos vamos a la sala de estiramientos y hacemos un poco de stretching —comentó el musculado maqueando su indiscreción.
Empero, a mí no me las daban con viruta. Algo raro pasaba. En un primer momento, recordé a la santa de mi madre y pensé, que el Abuelo, necesitaba una felación rápida o algo por el estilo. Tan desagradable como él mismo.
Días más tarde, escuché a otros deportistas sugerir que el Abuelo era un cabrón de armas tomar. Entonces, recapitulé y di con el quid de la cuestión. Pero, si antes lo deduzco, antes me lo presentan. Estaba aterrorizado. El personajillo aguardaba en la sala de Taekwondo, vestido de calle. Pantalones amarillo limón acampanados. Camisa de cuadros marino blancos. Mochila en tonos granas. Mocasines negros. Cadenillas suculentas con vírgenes y el nazareno, en ristre. Muy patriota y viril, el hombre. Humeaba un Fortuna. Inhalando despacio como si fuera el fumador de Expediente X. Justo allí dónde estaba terminantemente prohibido dicho vicio. Los grandullones hicieron que me sentara en un banco colocado para la ocasión, frente el payo.
—¿Así que tú eres el cerebrito que debo iniciar? —Preguntó sonriendo, dejando entrever sus muelas de material noble.
Uno de los custodios me pegó un manotazo para que contestara. Temblé como un flan; era un gallina.
—Sí... sí señor —acerté a decir. Todos rieron a mi costa. Las carcajadas resonaron en la sala y se hincaron en mis tímpanos.
El Abuelo se levantó y se sentó a mi lado. Exhaló el humo de sus pulmones en mi cara —tosí como un púber que absorbe la primera calada de un porro. Me temí lo peor.
—Bueno, así de cerca no parece gran cosa —escrutó mi rostro como si fuera un dron de última generación. Después, hizo lo mismo con mis manos. Comprendí que sus cataratas no le dejaban ver más allá de tres pasos.
Volvió a su trono moviendo la cabeza como diciendo: “Ya veremos de qué es capaz”... Cogió su mochila y abrió la cremallera de parte a parte. La talega quedó partida en dos. Su interior estaba repleto de todo tipo de drogas. Cocaína, heroína, LSD, éxtasis, ácidos, ketamina y cómo no, ciclos. El puto personajillo era el cocinero y camello del Campus. ¿Y por qué me lo decían? Necesitaban un relevo. Ahora, soy el mismísimo Sr. Heisenberg. Los tiempos han cambiado, tengo chicos de los recados que pasan cualquier tipo de sustancia prohibida que se mueva. Soy amigo de los cárteles y la mafia de medio mundo: ¡el puto amo! Está claro que cuando “uno” nace del coño de una prostituta, siempre lleva algún gen criminal en su hechura.





Voulez-vous m'épouser ?

El amor no está reñido con la guerra
los cartuchos acompañan a las frutas
lo mismo que las aventuras de supervivencia

Escenario: un barrio obrero lleno de ruinas y alimañas de la periferia de Valencia. Abril de 1938.
***
Ángel estaba recogiendo escombros cuando el comisario del ejército republicano lo reclutó.
―A ver, ¿cuántos años tienes? ―preguntó el hombre.
―Diecisiete señor ―contestó el joven de ojos aguamarina.
―Suficientes para coger un arma y defender a tu patria.
―Pero señor, padre murió en el último bombardeo. Debo cuidar a mi madre y a mis hermanos.
―La Patria es tu única familia.
Así fue como el joven se vistió de soldado.
***
Margarita leía el periódico junto a su hermano en la Estación del Norte de Valencia.
―Vicente mira lo que dice la ministra de trabajo Federica Montseny: “Los nuevos soldados tienen diecisiete años. Unos niños de pantalones cortos. Los reclutan como si se fueran de vacaciones”.
―Es cruel. La mayoría nunca se convertirá en hombres. Quizás no volvamos ninguno…
Vicente era un brigadista de la FAI voluntario. Sin embargo, su miopía lo había unido a la Defensa Especial Contra Aeronaves del Ejército Popular de la República (DECA). Brigada de trasmisiones: era teniente. Tenía 23 años. Pero la vida lo había curtido a golpe de fuego cruzado.
Los trenes de mercancías estaban repletos de armamento pesado. Los soldados ataviados con prendas dispersas y caras perdidas en la nada. No era un ejército; era una amalgama de corderos directos al matadero. La mitad sin fusiles, ¿para qué? Los últimos en llegar eran los primeros en caer. Los de retaguardia tomaban sus armas. Vicente llamó a su cabo.
―Ángel pase revista.
―A sus órdenes mi teniente.
Se escuchó una voz ágil que leía una retahíla de nombres.
―Mi teniente faltan cinco soldados.
―¿Cómo puede ser?
―Ni idea, señor ―contestó el cabo.
―Claro, ¿qué va a usted a decir? En el permiso anterior estuvo extraviado varios días…
Vicente se acercó a Marga y le dijo que la guerra estaba pérdida. Los pómulos de la joven se llenaron de unos lagrimones que se fruncieron antes de llegar a la boca.
―No digas eso, ¡por Dios, Vicente! ―Recriminó la chica.
―Es imposible ganar una batalla con muchachos insubordinados, mal vestidos, sin armas, desnutridos, enfermos y obligados a luchar por una causa que muchos desconocen. Disculpa Marga, no quiero endurecer más tu vida. Ve a comprarte una manzana asada ―terminó por decir el teniente.

Minutos después, la muchacha regresó masticando una hermosa manzana entre sus labios fresados. Ángel se acercó para decirle a su oficial que los soldados seguían sin aparecer. Al ver a Marga, se prendó de sus encantos. Mientras Vicente repasaba la lista, se acercó a la joven que trituraba con pasión el fruto prohibido.

―¿Te gustan las manzanas, eh? ―A Marga le agradó que un jovenzuelo descarado y bien parecido le hiciera esa pregunta.
―¿Y a ti qué te importa? ―Contestó orgullosa.
―Iba a pedirte que me compraras una ―Ángel sacó un monedero con calderilla y se lo entregó a la moza―. Tráeme una, por favor.
Marga se hizo la remolona. Pero fue a comprársela. Por unos minutos, olvidó las caras de horror que la circundaban, el ruido ensordecedor que surcaba el firmamento plomizo, los cascotes de las paredes caídas, los llantos de las mujeres y los niños. Un tapiz negro riguroso que lo cubría todo. Sus ojos de gato observaban inquietos.
Cuando regresó el cabo estaba en un vagón del que partía.
―¿Qué te ha dicho el Francés? ―preguntó Vicente.
―¿Quién?
―El cabo.
―¡Ah! ¿Te refieres a ése?
―No coquetees. Nos marchamos a la guerra.
―¿Por qué lo llamas el Francés?
―Porque sus padres emigraron a Francia y él nació en Lyon. Tiene estudios y sabe idiomas. Por eso es mi cabo.
―Tengo que darle su cartera y la manzana.
―Un poco tarde hermanita.
―Cométela tú, te sentará bien.
Marga se hizo un hueco entre la amalgama de cuerpos desolados; se acercó al compartimento donde Ángel la miraba abobado.
―¡Lo siento Francés! ―Le gritó.
―¡Ángel! ¡Me llamo Ángel! Quédate mi portamonedas, así tendré algo por lo que volver. Voulez-vous m’épouser? ―Le preguntó, tocándose el pecho.
―¡¿Qué?!
Los traqueteos de la máquina de vapor destruyeron los sonidos palpitantes de la estación ferroviaria. Marga giró la cabeza a uno y otro lado, sólo vio pañuelos moviéndose en el aire. Mujeres llorosas, ancianos emocionados y niños sin padres.
***
Semanas más tarde, en un alto cercano a la localidad de Gadesa, las ametralladoras ZB de 15mm antiaéreas, surcaban el cielo rojizo de un otoño prematuro. La división de trasmisiones recogía los mensajes que llegaban. Las noticias de los diferentes bastiones republicanos eran angustiosas. La guerra había tomado un giro de 180 grados. La ofensiva de los Nacionales se reforzaba. El Francés fue a informar a su teniente. Entró en la tienda de campaña…
―Teniente… ―la escena lo mareó. Huyó. El oficial con los calzones bajados besaba los labios de un compañero. A Ángel se le congeló la sangre. Por aquel entonces, ser homosexual era peor que tener lepra.
Ipso facto, Vicente salió al exterior recomponiendo su uniforme.
―¡Usted dirá, cabo!
―Ha llegado un telegrama alarmante… ―el joven mantuvo la mirada dispersa en el horizonte.
―Ya sé que mi carrera está acabada. Puede cuchichearlo a los soldados. Pero antes dígame las nuevas.
―Los Nacionales están ganando terreno. Con respecto al otro asunto… callaré. Es tiempo de unión.
―Un duro golpe para nosotros. Me refiero a los Nacionales…
―Si señor ―el Francés se puso firme.
―No se haga el sueco, cabo. Del otro asunto, ¿qué quiero que le diga¿ Haga lo que su conciencia le dicte. Sé que meten a los invertidos en bidones y les pegan patadas hasta dejarlos malheridos...
―Mi educación fue muy avanzada… nadie lo descubrirá. Usted no es afeminado.
―Sabe cabo, la homosexualidad era algo normal en la Antigua Grecia ―el Francés pone cara de: “¡A mí qué me cuenta! Yo cayo, nada más”—. Perdone. Ya sé que estás cosas no le interesan. Puede retirarse.
―Como le dije, seré una tumba. Pero quizás me viniera bien la fotografía de su hermana para olvidar el suceso…
Vicente restregó la boina por su cabeza rasurada.
―¿Te gusta Marga?
―Sí mi teniente. Quiero que sea mi novia.
El teniente sonrió. Le caía bien ese medio francés con labia. Ángel se hizo con el botín y olvidó la historia. Cosas peores había visto. Además, Cupido no entendía de sexos, pensó Vicente.
***
Meses después, Vicente y sus hombres regresaron a casa con un permiso corto, quizás el último. Marga lo esperaba ansiosa. Lo abrazó con fuerza. Hablaron de tantas cosas que sus palabras brotaban como las balas nocturnas que sobrevolaban la ciudad del Turia. La joven preguntó por el Francés.
―¿Vicente dónde está tu cabo?
―Lo enviaron a primera línea. No sabemos nada de él. Posiblemente esté muerto en alguna trinchera. Lo siento ―contestó el teniente arrugando la boca.
Los iris de Marga se tiñeron de negrura.
―Todavía conservo su cartera. Se la llevaré a su madre, vive cerca de casa ―indicó la joven con la mirada perdida en la nada.
―¡Ya tenías que haberlo hecho!
―Juré que se la guardaría y nunca incumplo una promesa.
Siguieron parloteando entre abrazos y lamentos. Valencia estaba descompuesta. Los edificios destrozados, las calzadas llenas de barro, los cuerpos de los difuntos a la intemperie.
Por la noche, Marga volvió a mirar la cartera de ese joven que la mantuvo esperanzada. Unas fotografías, unas notas en un idioma que no comprendía. Unas cuantas perras, chavos y un billete de diez pesetas. Dinero intacto que ella conservaba a la espera de su vuelta. Iba a convertirse en otra solterona enlutada, pensó. No lloró. El rictus de sus labios se curvó hacia abajo. Los músculos del rostro, se contrajeron.
***
En ese mismo instante, en el Campo de concentración de Miranda del Ebro (Burgos), Ángel estaba en la fila de los prisioneros recién llegados. Cadáveres andantes con los miembros destrozados y los ojos extintos. Desnutridos. Calzando botas remendadas; comiendo la porquería que crecía en los andenes o la carne de algún compañero masacrado. Tres jinetes del apocalipsis los acompañaban: el hambre, la guerra, la muerte. El cuarto: la victoria, nunca llegaba.
Los registraron uno a uno, Ángel carecía de identificación. Habló en francés y chapurreó el castellano. El capitán de los fascistas, creyó que era un brigadista internacional. Por tanto, pertenecía al grupo cuarto de reos: desafectos con responsabilidad. Padeció todo tipo de humillaciones. Enclaustrado, junto a cientos de soldados, en unos barracones infrahumanos construidos en las ruinas de un antiguo circo.
La ciénaga del suelo embadurnaba sus cuerpos a temperaturas bajo cero. La sensación era tan desagradable como vivir en una piara de cerdos. Las hechuras mojadas, empezaban a solidificarse. La ropa se pegaba a la piel, una quemazón extraña se apoderaba de la rigidez de los músculos hasta escaldarlos. Había tantos inculpados, que dormían unos sobre otros conviviendo con un Caronte perpetúo. Las mantas caminaban solas a causa de los piojos, y la sarna era otra compañera de viaje del clan de los perdedores.
Al octavo día de su llegada, el Francés era el traductor de los mandos Nacionales. Les embelesaba su zalamería. Adquirió cierto status que no dudó en aprovechar a la mínima de cambio. Una mañana lluviosa y fosca se adhirió a los bajos de una ambulancia. Logró huir por los caminos quebrados de España.
***
En la madrugada del 31 de marzo de 1939, un sonido débil y lejano, sonó en el interior de una casa. En unos camastros ruinosos dormitaban varios chiquillos, una adolescente, una joven y un hombre. La mayor de las mujeres se despertó de inmediato; tenía el sueño liviano. Hacía tiempo que no dormía más de tres horas seguidas. Era hermosa, pero unas ojeras enormes deslucían su óvalo. Se deslizó por la oscuridad tocando los muros ásperos del pasillo hasta llegar a la puerta.
―¿Quién es? ―preguntó.
―Nadie ―respondió una voz hueca, colmada de amargura.  Destrozada.
Abrió por instinto. Un cuarto de Luna resplandecía sobre una figura tambaleante. Una mano huesuda con dedos inflados y carentes de uñas, rozaron su piel. Ella chilló. Empero cubrió su boca para no despertar a nadie.
―Marga soy el Francés.
―¡Mientes! Él está muerto ―la irradiación lunar iluminó el aspecto fantasmagórico del hombre. No mentía, sus ojos seguían siendo como el Mediterráneo en Ibiza.
De madrugada, Vicente y el Francés hablaban en el patio. Ángel le contaba cómo había huido. El teniente, le dio unas palmaditas en el hombro. Sabía que aquel niño-hombre conocía el honor. Era astuto como un zorro y valiente como un león. La guerra estaba a punto de finalizar, si lo encarcelaban o moría: el Francés cuidaría de su familia.
Marga los interrumpió. Llevaba una pastilla de jabón, lo necesario para una cura de urgencia, y ropa limpia. El oficial republicano los dejó solos.
―¿Ángel por qué has venido a nuestra casa en vez de ir a la tuya?  ―Preguntó la joven.
―Porque un hombre no puede ir por el mundo sin su cartera, y tú tienes la mía ―contestó el Francés.
Ella introdujo la mano en el faldar y le entregó su tesoro. Ángel lo recogió. Acto seguido, hurgó en sus bolsillos. Un cartucho vació cayó al suelo junto a la fotografía enrollada de la joven. El Francés la aplanó con las manos y la guardó en la billetera junto al resto de recuerdos, bajo la atenta mirada de Marga.
―¿Cómo la has conseguido? ―preguntó la joven.
―Me la dio tu hermano Vicente.
―Está casi nueva. ¿Cómo puede ser?
―Es lo único hermoso que he visto desde que me marché. La he guardado a buen recaudo en mi cuerpo.
Marga pudorosa, bajó la mirada. Cosas de la guerra, pensó.
***
Pasado un tiempo, la pareja regresó a la estación del Norte. Ángel partía hacia el Ferrol para cumplir con la Patria, como si todavía no lo hubiera hecho. Tenía por delante cuatro años de Servicio Militar.
―¿Me compras una manzana asada? ―preguntó el Francés con la cartera en la mano. Ella lo frenó.
―Guárdatela. Hoy, invito yo.
Cuando regresaba con la jugosa fruta, Ángel estaba dentro del tren; la máquina en marcha. Un ruido ensordecedor imposibilitaba el habla. Los albañiles recogían escombros, las mujeres sonreían de medio lado y los niños besaban a sus padres.
―Voulez-vous m’épouser? ―le preguntó el Francés a grito pelado.
―¡Es lo mismo que me dijiste cuándo nos conocimos! ¡¿Qué significa?! ―Gritó Marga.
―¡¿Quieres casarte conmigo?!
Marga cubrió su rostro, enrojecido como esa fruta que tanto le agradaba. Unas lágrimas copiosas resbalaron hasta su mentón. Después, movió la cabeza afirmativamente. El Francés le tiró un beso al aire. Ella suspiró.
Lo esperaría: volvía a tener ilusión por algo en la vida.





Whisky y celuloide
Whisky, droga y rock & roll
los que no quieran verlo
que se esfumen del hoy

María sabía que Ed Harris estaría esa noche en un café de la capital del Ebro. Una amiga camata le había pasado el soplo. Estaba de paso por Zaragoza y se dijo a sí misma: “¡María esta es la tuya! Te pones cañona con tus mallas negras tus taconazos y tu suéter palabra de honor donde se proclama en inglés: ‘Way walk about love’. Te dejas la melena suelta (a lo leona), maquillas de rojo tus glotones labios… Y a rular. Seguro que no pasas desapercibida. Te comes el mundo y lo que haga falta. Es tu último tren y Ed, además de ser atractivo, es un peso pesado del celuloide. Un flirteo con él y en unos meses estás dentro de una de sus películas. Aunque sea de actriz de cuarta o quinta fila… De ahí al estrellato: sure!”.
Barnizada cual tigresa por la selva del asfalto, María sale a la caza. Lo que desconoce es que Ed va acompañado de su esposa. La más que aclamada actriz Amy Madigan. AM tiene tan malas pulgas como arrugas en el rostro. María hace una entrada apoteósica en el local. Todos miran su contoneo de caderas, su más de metro setenta, su salvaje melena, sus labios pidiendo guerra y su trasero de flaca.
La pareja de estrellas está apostada en la barra tomando un copazo de White Label. Ed se aficionó mientras le fotografiaban una y otra vez para un spot publicitario. Y de paso, lo hizo su parienta. María ve que Ed le ha sonreído y que Amy le ha enviado un mensaje con su escabrosa mirada, diciendo: “¡Como intentes ligar con mi chico te paso por una trituradora de carne! No te gustará que los huesos y los músculos que conforman tu “bonito cuerpo” (¡ajjjj!) queden como una hamburguesa, ¿verdad guapa?”.
María se hace la remolona y se queda en la otra punta de la barra. Pero es “perra vieja” y va preparada para todo. Llama a su amiga con un gesto y le pide un White Label con hielo; cuando se lo trae le pasa una papelina y le susurra: “Para ella…”. La papelina contiene el polvo de un potente hipnótico que la dejará KO. Media hora más tarde, Amy ronca sobre la barra y, Ed, se adentra en los WC seguido por María. La chica conoce la leve cojera que el actor padece; comienza acariciándole dicha pierna hasta masajear su masculinidad. Es un tipo duro, pero poco puede hacer ante ese torbellino de hembra.
Un año más tarde, María recibe el Goya a la mejor actriz revelación. El director del film: Ed Harris. ¿Cómo no?

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El mes próximo, más. Gracias
Copyright © 2014 Anna Genovés

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