Y fue entonces cuando, tras conversar acerca de auto-ficción, no-ficción, novelas inspiradas en hechos reales y autobiografías, le comenté que, aparte de la vida de mi abuelo, había una historia que hacía mucho tiempo que estaba dentro de mí. Una historia amarga que no sabía si algún día tendría el coraje de afrontar y que esa tarde resumí en una frase seca y desnuda:
-Hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco.
Esa frase contenía una historia. El pasado del que toda mi vida he estado intentando escapar.
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Hoy, tiempo después, cuando este libro ha comenzado a escribirse y ya no hay vuelta atrás, pienso que si el azar hizo que me encontrase aquel día con Juan Alberto, no fue para convencerme de que esta era la historia que tenía que contar, sino todo lo contrario: para disuadirme, para advertirme de que hay aguas que es mejor no remover, lugares en los que es mejor no entrar, que no todas las historias tienen por qué ser contadas, que escribiendo no siempre se gana, que a veces también naufragamos ante el dolor de los demás.
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El año que pasé en los bosques del condado de Tompkins fue un año en blanco para la novela. En realidad, un año en blanco para mi narrativa. Necesitaba desconectar de mi vida en Murcia y volver a ser el historiador del arte que había dejado de lado durante los últimos años. Me recordaba al personaje de la novela que acababa de escribir, Martín, un historiador del arte que había abandonado la universidad por la literatura y que, en un centro de investigación de Estados Unidos, encontraba una nueva oportunidad. Mi existencia parecía una reverberación de lo que había escrito. O, en el fondo, sucedía que lo que había escrito era una especie de proyección de lo que quería vivir.
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Porque eso era lo que realmente había sucedido allí: había viajado al pasado y me había visto a mí mismo. Y la observación del pasado transforma el presente. Viajar en el tiempo siempre modifica las cosas. Mi visión de aquellas imágenes había removido algo en mi interior. Algo que aún no sabía muy bien lo que era pero que, por un momento, me hizo experimentar el presente con cierta distancia. Todas las certidumbres de mi mundo se vinieron abajo ante la incertidumbre de mi yo pasado. La culpa, la inquietud, la inseguridad…, todo se apoderó de mí. Yo, que todo lo sabía, que había logrado un entorno confortable donde todo estaba hecho a mi medida, de repente perdí pie. Mi yo de aquel tiempo jamás entendería aquello en lo que me había convertido.
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Veinte años después, cuando escribas una novela, recordarás ese cuaderno de garabatos sin forma y pensarás que ahí estaba condensado todo lo que sentiste. Intentarás evocarlo con palabras y serás consciente de tu fracaso.
Aún no lo sabes, pero ya lo intuyes: las palabras siempre fallan; la escritura nunca llega al fondo de las cosas. Con suerte, lo bordea, lo toca, puede rozar la herida. Pero ese lugar siempre permanece oscuro, opaco, indescifrable, como los garabatos que ahora decides desechar.
[Anagrama]