Augusto Monterroso: La palabra mágica.
Navona Editorial.
«Cada vez que un escritor logra crear un estilo, se dice de este que es inimitable. Lo que no es cierto. El verdadero elogio consistiría, quizá, en decir lo contrario».
No había dedicado hasta ahora ninguna microcrítica a Navona, sello poco presente aún en mi biblioteca pero del que espero rodearme con mayor asiduidad en el futuro.
Excelente doble impresión: física y lectora. Ojalá más libros fueran así: forrados en tela, de pulcra edición y llenos de masa verdaderamente literaria. Ineludibles como la colección que incluye esta palabra mágica de Monterroso.
«Vivir es común y corriente y monótono. Todos pensamos y sentimos lo mismo: solo la forma de contarlo diferencia a los buenos escritores de los malos».
Cuentista y ensayista, Monterroso (1921-2003) deslumbró con su arte breve, inciso, profundo y clarísimo, lleno de humor e ironía. Entre otros premios, recibió el Príncipe de Asturias de las Letras en el año 2000.
En esta obra (la edición original data de 1983), Monterroso habla de autores queridos (Quiroga, Shakespeare, Cervantes, Miguel Ángel Asturias, Góngora, Quevedo, Montaigne, Borges), de traducciones, de derroteros vitales, de géneros literarios, de pequeñas vanidades y de los difíciles tragos que a veces presenta, en sentido amplio, la literatura.
«Traducir puede ser muy fácil, muy difícil o imposible, según lo que te propongas y el tiempo y el hambre que tengas».
Algo queda patente: la literatura poco tiene que ver con el dinero; el alijo cultural no puede calcularse en comunes términos económicos. Aunque en momentos de su vida poseyera pocos bienes materiales, Monterroso se mantuvo fiel a los dictados del patrimonio literario acumulado en su esqueleto.
«Los buenos libros son buenos libros y sirven para señalar los vicios, las virtudes y los defectos humanos. Pero no para cambiarlos».
Además de los ensayos, La palabra mágica contiene tres piezas de ficción o de algo que se le parece mucho: ‘La cena’, ‘De lo circunstancial o lo efímero…’ y ‘Las ilusiones perdidas’. Vuelve a manifestarse el mejor fabulador, el que dice que «ninguna fábula es dañina, excepto cuando alcanza a verse en ella alguna enseñanza».
«Por más inmortales que lleguen a ser, es evidente que los escritores, los artistas y, si hay que forzar las cosas, las personas en general, se mueren».
Así lo hizo él en 2003. El destino de sus libros continuó fuera de sus manos.