Stefan Zweig: Erasmo de Rotterdam.
Paidós. Traducción de Rosa S. Carbó.
«Es raro que un hombre de trabajo callado e infatigable se construya una biografía vistosa».
Erasmus van Rotterdam (1466-1536). Nacido fuera del matrimonio y de nombre Desiderio. Criado en Gouda desde su primera infancia. De padre sacerdote y madre (probablemente) ama de llaves.
No fue el espíritu más valiente de su época —era miedoso, detestaba el conflicto—, pero sí «una naturaleza aglutinante», esa «clase de hombre que tiene que envejecer para tener repercusión en el mundo».
Su frágil salud e hipersensibilidad (a los hedores, al tumulto, a la incultura) acentuaban en él el sufrimiento. Era un solitario empedernido. Un ser volcado en su interior. Un amante de la paz al que la modestia le parece sin duda «más efectiva que la fogosidad».
«Raramente las naturalezas que comprenden son las que actúan, pues la amplitud de miras frena la fuerza de arranque».
No era un hombre de acción ni tampoco un revolucionario. Intuye el violento futuro pero se parapeta detrás de sus libros. «Tiene la oportunidad de detectar como nadie los momentos históricos, y la incurable falta de ánimo para tomar una decisión».
Sin embargo, abonó el terreno para la Reforma religiosa llevada a cabo —por otros— poco tiempo después. Propuso a Europa el universalismo, y se le puede considerar el primer teórico del pacifismo: no encallarse en diferencias y hostilidades sino «buscar una unidad superior para todo lo aparentemente inconciliable», con el latín como lengua facilitadora de esa unidad.
Consideró el fanatismo el más acérrimo enemigo de la razón: su fuerza brota de los abismos de los instintos y «destruye todos los diques». Resulta difícil imaginar a seres más opuestos en talante, creencias y ambiciones que Erasmo y Lutero. Según Zweig, no son las tesis de Lutero lo que intranquiliza a Erasmo, sino el tono demagógico de su discurso, la exaltación con la que el Lutero actúa y escribe. Eran contemporáneos pero su encuentro en persona nunca se produjo. Erasmo lo evitó por todos los medios.
«Raramente los poderes decisivos, el destino y la muerte, se le presentan al hombre sin avisar. Siempre envían previamente un vago mensaje, pero el aludido casi siempre desoye la misteriosa llamada».
Los fanáticos y alborotadores constituyen un tranvía que termina por pasar, como si una indefectible masa de viajeros estuviera esperándolos. El conflicto crece en Europa y todos quieren ganarse el beneplácito de Erasmo, Lutero por encima de todos. Erasmo elude la toma de partido. A última hora, se opone públicamente a Lutero como mejor sabía: por escrito. Lutero no se lo perdonará jamás.
La venganza de los llenos de sí mismos, ese histórico espanto. Poseídos por el incendio de su ego, se lanzan sin escrúpulo a reventar la yugular del adversario.
«El sentido de todas las pasiones es desfallecer».
Erasmo desaprovechó al menos dos grandes ocasiones para mediar en el conflicto político-religioso que cambiaría el mapa de Europa. Eternamente dubitativo, no intervino en la Dieta de Worms ni en la de Augsburgo. «Si hubiera estado allí, hubiera podido hacer todo lo posible para que la moderación evitara esta tragedia», reconoció más tarde. «El ausente nunca tiene razón».
El humanismo no llegó a triunfar, aunque Montaigne, Spinoza, Diderot, Voltaire, Kant, Tolstoi y muchos otros recogerán su testigo en defensa del «espíritu de conciliación».
Esta biografía, como lo será también la de Montaigne (última e inacabada obra de Zweig), son autobiografías camufladas. Para Zweig, «la humanidad nunca podrá vivir ni crear sin el consuelo de la ilusión de progreso moral». Como Erasmo, vio correr el desconsuelo de la desilusión ante sus ojos y decidió no continuar. Las últimas palabras de Erasmo fueron en neerlandés, su lengua materna: «Lieve God» (amado Dios).