la mañana de los sábados es para buscar libros. salgo a caminar la ciudad y encontrar ese libro que me cambie la vida. pasa muy pocas veces y con el paso de los años cada vez es más difícil pero siguen latiendo moribundos en alguna librería, en casa de alguien o en una biblioteca municipal. ese libro que encierra en su primera frase la maldita verdad del mundo y distorsiona mis propios márgenes y que duele, joder si duele. esa película de serie de b que brota del Cantar de los Cantares. ese hambre consustancial por adentrarme desnudo en el definitivo río como forma íntima de trascendencia.
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Roma duele antigua y desbordada cuando se posan los pájaros sobre la piedra lujuriosa de las estatuas. no me quito de la cabeza una escena: flamencos descansando al amanecer en un edificio cerca del Coliseo en esa película de Sorrentino. La belleza puede llegar a ser insoportable y a veces hace opacas las claraboyas por donde quiero sacar la cabeza a la luz porque me ahogo y se distorsionan mis límites cuando hablo conmigo mismo una lengua muerta. paseo cerca del río y quiero restallarme todas las preguntas contra mi piel. el amor son todos los campanarios de la ciudad acariciando simultáneos las paredes azules de la mañana.
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termina el día y me gustaría contaros que hoy he sacado algo en claro cuando miro a la gente a los ojos por la calle o que he encontrado una salida digna a lo que llevo escribiendo desde hace casi un año; podría deciros que fluyen las ideas y las palabras y que tal vez sea lo mejor que he escrito hasta ahora, pero os estaría mintiendo. me desdigo con un caligrafía clara y rectilínea en mi cuaderno marrón, abandono el sendero que lleva a lo monumental. me hago un ovillo sobre mí mismo y me sueño un plantígrado hibernando la intimidad azuloscura del invierno.
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Pulp Fiction supuso todo. Esa aguja hipodérmica goteando adrenalina y un punto rojo con rotulador en la piel de ella: la maldita metáfora que explica la poesía. Tendemos hacia la velocidad y los trenes de la medianoche cuando la quietud es la esfinge que esclarece el futuro. También recuerdo a ese soldado explicar a un niño de 5 años la segunda ley de la termodinámica con el ruido de fondo de todos los relojes analógicos. Y sobre todo fue triste ver a Vincent Vega mearse en los pantalones sin haber terminado sus oraciones. Una putada, una auténtica putada. Nadie olvidará lo absurdo de esa violenta primavera.
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Creo recordar que sería hace unos ocho años. Volvíamos de Cardiff por una carretera vacía que debía llevarnos a Londres. Veníamos de un concierto acojonante de los Manic Street Preachers. En el asiento de atrás todos dormían y un amigo y yo hablábamos de todo lo que había pasado desde que nos conocíamos. Yo miraba de vez en cuando arriba, tenía la sensación de que era la noche definitiva: los platillos volantes vendrían a contarnos la verdad. No pasó nada extraño, pero a medida que ese coche cortaba en dos la niebla y la oscuridad, lo único que importaba era estar vivos y haber estado cerca de un “satori” cenital, la iluminación intangible de los que no sienten miedo durante unos pocos instantes.
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cuando escribo
hay muy pocas líneas rojas que espero no traspasar:
jamás traicionaré a Walker Evans
tengo que ser honesto con mi propia mirada...
no voy a desandar lo andado
y cuando llegue al crepúsculo
lameré los márgenes
por donde viaja irremisible la luz
Roberto Ruiz Antúnez