El día de su 75 cumpleaños,
como todos los anteriores,
mi abuelo salió a comprar el
periódico de buena mañana.
Pasó una hora, dos y luego
muchas más antes de que,
tres días después, un chaval
lo encontrara en el barranco
de la Hoz a 20 kilómetros del
quiosco, medio desnudo y
con plumas en el poco pelo
que le quedaba, junto a él
un pájaro con el cuello roto.
Se creía Toro Sentado.
Es lo que decía en el hospital.
Es lo que decía, luego, en casa.
Soy el jefe, soy Toro Sentado.
Era alucinante oírle decirlo.
A BORJA BALLESTER BOLINCHES
Eras un niño triste y además no te gustaba el fútbol,
algo te pasaba, había rumores,
eras presa fácil,
cuántas collejas te llevabas sin abrir la boca,
una vez alguien prendió fuego a tu pelo rizado,
nunca había vuelto a pensar en aquello,
nunca había vuelto a pensar en ti pero ayer te vi
después de casi treinta años,
delante de mí en la cola del súper,
y estabas igual pero distinto,
me pareciste en paz con el mundo,
Borja Ballester Bolinches,
dije a tu espalda,
y te giraste y me miraste con tus ojos grandes y algo caídos,
y no me reconociste,
Perdona, ahora mismo no caigo,
me dijiste,
me dijiste que no te acordabas de mí.
Fuera verdad o mentira, me alegré.
FILMOGRAFÍA DE UN MOLINO VACÍO
Derrocar al Pilas.
Veinte años son demasiados para cualquier imperio menos el mío.
Tomar por la fuerza el columpio donde por las noches vende su mierda.
Estoy hablando de destronar al Pilas, y echar sus restos a los perros.
Sentarme ahí, escoltado por dos lacayos, y balancearme.
Estoy hablando de silbar mientras el vecindario duerme.
Estoy hablando de reinar.
Reinar bajo las estrellas.
Reinar en chanclas y paz con la historia.
Y esperaros.
Oír vuestros pasos furtivos entre los setos.
Venid, no tengáis miedo.
Ir recibiéndoos.
Escuchar con paciencia infinita vuestras previsibles peticiones.
No concederos ninguna.
Este trabajo es difícil, es difícil no ablandarse.
Es difícil ser justo.
Echaréis de menos al Pilas y sus caramelos.
Pero de garganta hacia dentro me amaréis a mí.
UNA VIDA PLENA
Me bañé una noche en una piscina municipal de Salamanca,
invierno,
prácticamente solo,
solamente una chica que nadaba de maravilla,
con fuerza y elegancia,
con decisión,
como si no supiera, pudiera ni quisiera hacer otra cosa,
aquel gorro verde incansable de extremo a extremo,
solamente ella y yo,
que medio flotaba boca arriba haciendo el muerto,
yo, que me dejaba llevar por la tranquila deriva
sintiendo la sangre bubujear en mis oídos
mientras por el rabillo del ojo contemplaba nevar al otro lado de las cristaleras
y me invadía un cansancio pesado, de transatlántico tocado, hundido.
Hasta que vi a la chica encaramarse al borde de la piscina
ágil, grácilmente, como un animal acuático.
No tenía piernas.
Supongo que la miré demasiado porque:
Qué,
me soltó.
Qué preciosidad
fue la respuesta que me vino a la cabeza,
pero no dije nada.
La miré un poco más ahí sentada, eso fue todo;
su bañador a juego con el gorro y las gafas en la frente:
de un verde extraño, cósmico, alienígena,
como su ojo izquierdo.
Fue lo último que vi de ella: su ojo izquierdo.
Luego volví la vista a los ventanales, la nieve, y me limité a seguir flotando.
Porque yo siempre floto.
A veces se me olvida.
Pero floto.
como todos los anteriores,
mi abuelo salió a comprar el
periódico de buena mañana.
Pasó una hora, dos y luego
muchas más antes de que,
tres días después, un chaval
lo encontrara en el barranco
de la Hoz a 20 kilómetros del
quiosco, medio desnudo y
con plumas en el poco pelo
que le quedaba, junto a él
un pájaro con el cuello roto.
Se creía Toro Sentado.
Es lo que decía en el hospital.
Es lo que decía, luego, en casa.
Soy el jefe, soy Toro Sentado.
Era alucinante oírle decirlo.
Unos días más tarde, mientras
mi abuela intentaba darle la
sopa, el hombre recordó quién
era. No volvió a abrir la boca.
mi abuela intentaba darle la
sopa, el hombre recordó quién
era. No volvió a abrir la boca.
Eras un niño triste y además no te gustaba el fútbol,
algo te pasaba, había rumores,
eras presa fácil,
cuántas collejas te llevabas sin abrir la boca,
una vez alguien prendió fuego a tu pelo rizado,
nunca había vuelto a pensar en aquello,
nunca había vuelto a pensar en ti pero ayer te vi
después de casi treinta años,
delante de mí en la cola del súper,
y estabas igual pero distinto,
me pareciste en paz con el mundo,
Borja Ballester Bolinches,
dije a tu espalda,
y te giraste y me miraste con tus ojos grandes y algo caídos,
y no me reconociste,
Perdona, ahora mismo no caigo,
me dijiste,
me dijiste que no te acordabas de mí.
Fuera verdad o mentira, me alegré.
Derrocar al Pilas.
Veinte años son demasiados para cualquier imperio menos el mío.
Tomar por la fuerza el columpio donde por las noches vende su mierda.
Estoy hablando de destronar al Pilas, y echar sus restos a los perros.
Sentarme ahí, escoltado por dos lacayos, y balancearme.
Estoy hablando de silbar mientras el vecindario duerme.
Estoy hablando de reinar.
Reinar bajo las estrellas.
Reinar en chanclas y paz con la historia.
Y esperaros.
Oír vuestros pasos furtivos entre los setos.
Venid, no tengáis miedo.
Ir recibiéndoos.
Escuchar con paciencia infinita vuestras previsibles peticiones.
No concederos ninguna.
Este trabajo es difícil, es difícil no ablandarse.
Es difícil ser justo.
Echaréis de menos al Pilas y sus caramelos.
Pero de garganta hacia dentro me amaréis a mí.
Me bañé una noche en una piscina municipal de Salamanca,
invierno,
prácticamente solo,
solamente una chica que nadaba de maravilla,
con fuerza y elegancia,
con decisión,
como si no supiera, pudiera ni quisiera hacer otra cosa,
aquel gorro verde incansable de extremo a extremo,
solamente ella y yo,
que medio flotaba boca arriba haciendo el muerto,
yo, que me dejaba llevar por la tranquila deriva
sintiendo la sangre bubujear en mis oídos
mientras por el rabillo del ojo contemplaba nevar al otro lado de las cristaleras
y me invadía un cansancio pesado, de transatlántico tocado, hundido.
Hasta que vi a la chica encaramarse al borde de la piscina
ágil, grácilmente, como un animal acuático.
No tenía piernas.
Supongo que la miré demasiado porque:
Qué,
me soltó.
Qué preciosidad
fue la respuesta que me vino a la cabeza,
pero no dije nada.
La miré un poco más ahí sentada, eso fue todo;
su bañador a juego con el gorro y las gafas en la frente:
de un verde extraño, cósmico, alienígena,
como su ojo izquierdo.
Fue lo último que vi de ella: su ojo izquierdo.
Luego volví la vista a los ventanales, la nieve, y me limité a seguir flotando.
Porque yo siempre floto.
A veces se me olvida.
Pero floto.
Iván Rojo