Leí Los milagros poéticos de san suicida y ya me desvestí en mezcal. Me quedé en huesos escribiendo en el suelo. La tele callada. La perra dormida. Podía escuchar el fuego. Quería enjuagarme con la tinta y sacar en cofradía los miedos, pasearlos por calles atestadas, rendir pleitesía para aprender su sabor poco a poco, más hondo y travieso. Así y que el apareamiento de la locura y el deseo fuera ya más que costumbre bruta. Un hallazgo. Algo compartido. Acérquense y vean, escuchen, echen fotos, cuelguen, compartan, aquí hay vida. Veneno y antídoto. Jerga de la carne. Hablen. Respírense cerca y echen fuego por las grietas. Tráiganme a san jorge. Incendio loco. Todos. Un perro, una luna y su mundo. Sazonados en llanto, tan hermosos. Todos. Salpicando en tu humo. Colchones llenos de poesía y miradas telescopio.
Mientras tú y yo en escorzo eterno.
Esquinar el dolor porque vengo a sobresaltarme en cada nudo doble, mientras exploro el corazón como si un planeta nuevo. O una supernova triste. Me da igual pero experimentar en el filo, y así alimentar la hoja. Todos. Vengo a derrocharme en el vaivén de la carne “como si le arrancara el esperma a una ola” que diría Papasquiaro. Pero no sofocar cuerpo a oscuras. Con santería recorrer tus cordilleras y desnudísima por dentro mojarte en adrenalina, usarnos en urgencia lubricada, sí, triturarnos en dulce y desfigurar la realidad en la barricada de nuestros cuerpos.
Que vine a tatuarme tu sombra cuando duermes.
Cepo de animal nocturno.
El silencio ya es un himen. Que quieren romper. Todos. Que solo me/te entiendo en carne viva ensanchando las ganas y los más allá. Dilatando tu orilla y transpirando tu locura incubando orgasmos como una gata suave que arañe inesperada. Una balsa llena de vino, un nadar ciego en el otro.
Que el vicio se cuenta en hectolitros, niebla pirata y eléctrica.
Me inquieta la lengua del que no se llama poeta. Y me trepa la vértebra la sed difícil y guerrillera de lo inclasificable. De lo único. De lo infinito.
Del a solas.
Del sin todos.