Lo que Ryan había aprendido de todo aquello era que tus fracasos nunca dejan de regresar a tu lado, mientras que tus éxitos son algo de lo que siempre tendrás que convencerte.
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La infancia perfecta no existía, aunque la gente haría lo que hiciera falta para convencerte de lo contrario. La vida sin dolor no existía. Y por lo que al divorcio respectaba, ya podías llevar una vida de santo, que experimentarías las mismas pérdidas, por mucho que trataras de justificarlas. Si pienso que nunca volveré a ver al niño que eras a los seis años, le había dicho su madre, me dan ganas de llorar… Lo daría todo para volver a verte con seis años una vez más. Pero todo acaba desmoronándose, por mucho que trates de evitarlo. Y si algo regresa, hay que estar agradecido.
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Son curiosas las ganas con las que los demás te animan a hacer cosas que ellos no harían ni en sueños, ese entusiasmo con el que te guían hacia tu propia destrucción: es dificilísimo que hasta los más bondadosos, los que más te quieren, se tomen tus intereses verdaderamente en serio, porque suelen aconsejarte desde una vida más segura y más aislada que la tuya, en la que escapar no es una realidad, sino algo con lo que de vez en cuando sueñan.
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Pero si la gente se callaba las cosas que les sucedían, ¿no estarían traicionando algo, ni que fuera esa versión de ellos mismos que las había padecido? De la historia nunca se decía, por ejemplo, que no convenía hablar de ella; cuando de la historia se trataba, muy al contrario, el silencio era el olvido, y eso era lo que la gente más temía, que fuera su propia historia la que pudiera olvidarse. Y la historia, de hecho, era invisible, por mucho que sus monumentos siguieran en pie. Levantar los monumentos no era sino una parte del asunto, el resto era interpretación. Y, sin embargo, había algo peor que el olvido: la tergiversación, la parcialidad, la presentación selectiva de los hechos.
[Libros del Asteroide. Traducción de Marta Alcaraz]