Urdámonos







Pocos imaginan lo que a los gusanos les gusta el vino. En efecto, estos seres no sólo lo beben, sino que algunos hasta poseen el talento para apreciarlo. Es comprensible, pocas pasiones hay para destruirse allá abajo y además existen lugares donde los toneles son enterrados por miles. Se hace con la esperanza en que cuando vuelvan a ver la luz su interior sea todavía mejor, pero como eso jamás ocurrió, al tiempo de permanecer bajo la superficie la madera acaba por resquebrajarse. Se derraman así, mezclándose con la tierra o las larvas se introducen por las grietas a saborearlos. 

Desde luego, no recibe tanto cuidado como en las bodegas las cubas ocultas en el suelo. En estas la piel y la pulpa se hallan mezcladas y en maceración todavía. Luego están, claro, las ramas pálidas unidas aún a ellas hasta que se vuelven polvo y por fin se disuelven. Muchas lombrices hambrientas escogen contentarse con estos restos desdeñando otras impurezas presentes también, pedazos de oro y plata sin ningún alimento. Por el contrario, unas pocas deciden ser pacientes y se sacian con el jugo que termina por surgir. A menudo se decepcionan porque les parece insípido, como tantos, aunque en poquísimas ocasiones sucede que dentro fermentaba un brebaje diferente a cualquiera.


En verdad parece como si su sabor les hiciera revivir sensaciones que nunca conocieron. A veces es el placer de cuerpos semejantes a maquinaria que se agita furiosa a punto de romperse; artilugios a vapor que por fin colapsan silbando o gimiendo y se ralentizan con la mueca de felicidad -real a su manera-, de los autómatas de las barracas. O se deleitan con conversaciones de una acidez sólo apreciable durante madrugadas infinitas. En otros momentos sienten asombro al degustar un tonel llegado allí tras muchos viajes y más si rodó por ciudades de distintas razas y horas. Trae aromas a mares tan lejanos que ningún dios podrá separar por más que recen los exiliados. Y, por supuesto, no les importa que haya manchas de libro en el vino.


Tampoco piensan que sea mejor por madurar bajo un clima apacible. Opinan justo al revés, lo encuentran más intenso si el fruto resistió vientos, soportando tormentas y granizo apartado de un lugar seguro. Ese que por algún motivo fue a crecer fuera de los surcos alineados y sobrevivió a la orilla de las carreteras o se enzarza desafiante atravesando una alambrada. El buen licor, aseguran, es del rojo que nos provoca desde neones de arrabal.


Sin embargo, las larvas temen las cosechas si producen gran cantidad de barricas. Son en verdad las más odiadas aunque haya de sobra para hartarlas a todas. Siempre coinciden con épocas cuando la misma tierra se vuelve peligrosa y la sienten extraña. De repente se llena de zanjas, trincheras, o incluso de súbito el suelo estalla y destroza a muchas de ellas, dejando agujeros que humean lamentos y pudren los campos. Entonces comprueban que el vino se agrió ya antes de entonelarlo pues sabe a miedo, a llanto gastado, a juguetes entre escombros, a madres enseñando retratos que se disipan. 


Es habitual sepultar barriles de dos cepas tras haber envejecido juntas, pero ni de tal forma se alcanza ese gusto casi imposible. De hecho, a menudo unieron sus tallos a la vista de todos sin que ello conlleve prodigio. No es esa cercanía. Las favoritas son aquellas que, sólo al arrancarlas el tiempo, se revela que durante años ensortijaron sus raíces sin que nadie pudiera verlas. Aún separadas, se ha descubierto cómo sus raigambres sorteaban las demás plantas hasta entrelazarse y nutrirse la una a la otra por muy alejadas que estuviesen. Urdimbre de existencia que venció las heladas de sus noches. Urdámonos. 


Resultarles de agrado a los gusanos debería ser el anhelo de todas nuestras vides.

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