Musas anuladas: cuando el arte se convierte en obsesión


Eran las diosas predilectas en el campo de las artes y la cultura en la antigua Grecia, pero con el paso del tiempo muchos creadores las hicieron descender desde el Olimpo para convertirlas en seres carnales, de enigmática belleza, a quienes atribuyeron la facultad de inspirar, emocionar e incluso atormentar sus obras.

Simonetta Vespucci, Alma Mahler, Gala Dalí, Elizabeth Siddal, Dora Maar o Camille Claudel son algunas de las musas más conocidas de la historia del arte. Detrás de sus figuras, nombres tan relevantes como Sandro Boticelli, Gustav Klimt, Salvador Dalí, Dante Gabriel Rossetti, Pablo Picasso o Auguste Rodin. Algo en ellas las hizo totalmente distintas a ojos de los hombres que las eligieron para protagonizar un determinado momento de su carrera. Sin embargo, para muchas de ellas, ser el centro de la vida de un artista no tuvo nada que ver con el ideal bohemio y romántico que impera en el imaginario colectivo asociado al mundo pictórico. Por el contrario, estaba más cerca de ser un calvario que en ciertos casos las condujo al suicidio, a ser encerradas en un manicomio o a llevar una existencia de penurias hasta su muerte.

Retrato de Elizabeth Siddal


Han pasado a la historia a la sombra de hombres que supieron aprovecharse de su belleza, de su carácter, de su talento o del aire enigmático que desprendían. Durante las épocas en las que la mujer estaba relegada a la oscuridad, a la vida doméstica y familiar, ellas se atrevieron a ir más allá de lo que la sociedad les permitía. Pero recorrer ese camino conllevaba un precio muy alto.  Algunos se aprovecharon hasta del amor que ellas les profesaban, de la fidelidad de quien entrega su vida a alguien considerado casi un ser superior, una suerte de dios. Otros pretendían encerrarlas como si fueran un pajarillo cuyo canto se aprecia desde una jaula colgada en lo alto de una habitación, y muchos se olvidaban de ellas cuando conocían a otras más jóvenes o a quienes consideraban más fascinantes. Terminaba así su historia como musas y se convertían en mujeres olvidadas, meros desechos.

Ha tenido que transcurrir mucho tiempo para que la historia ajustara cuentas con los artistas y otorgase a estas mujeres un papel destacado en las obras que inspiraron: seres activos que vivieron y padecieron como parte activa de un proyecto artístico. Estas son algunas de las musas que más sufrieron.

Lizzie Siddal, la Ofelia de los prerrafaelitas


La británica Elizabeth Siddal protagonizó uno de los cuadros más emblemáticos de la historia del arte, la Ofelia del prerrafaelita John Everett Millais, una obra que además marcó su vida de manera un tanto trágica. Una jovencísima Siddal, ajena al mundo del arte, trabajaba en una sombrerería cuando se convirtió por casualidad en musa de Millais. El artista, miembro de la hermandad de pintores y poetas británicos conocida como los prerrafaelitas, quiso convertirla en la desdichada Ofelia de Hamlet, y para ello no dudó en sumergir a su musa durante largas jornadas en una bañera en la que usaba lámparas de aceite para templar el agua; Elizabeth Siddal acabó sufriendo una neumonía por los constantes cambios de temperatura y las largas sesiones posando, y su progenitor llegó incluso a reclamar al pintor los gastos médicos que la enfermedad le había ocasionado a su hija. Esa neumonía iba a afectar de forma definitiva la salud de la joven, cuya vida cambió por completo cuando Rossetti, otro de los miembros fundadores de la hermandad, se obsesionó con ella y la convirtió en su musa y amante. Lizzie, como la llamaba, protagonizó algunos de los cuadros más bellos del pintor, posando como Beatriz, la musa del gran poeta italiano Dante, pero Rossetti fue más allá; quería poseerla de tal manera que llegó a prohibirle que posara para otros colegas. Aunque se casó con ella y la idolatraba, no dejó de tener amantes y de mantener una intensa vida social, mientras su musa se quedaba en casa recluida y en soledad. La tristeza que esto provocó en ella, unida a la depresión por la muerte al nacer de su hija, y su adicción al láudano, consiguieron que Elizabeth Siddal acabara suicidándose, recreando así la muerte de la Ofelia que ella misma había encarnado.

La historia de Siddal y Rossetti me ha fascinado siempre de tal modo que es uno de los hilos conductores de mi segunda novela publicada, En la noche de los cuerpos (Adeshoras), en la que cuento la historia de un pintor obsesionado con el cuadro de Ofelia y con encontrar una musa que le inspire del mismo modo que Siddal a Rossetti. Para lograrlo, decide secuestrar a una desconocida en quien cree haber encontrado la fuente de su inspiración perdida. Esta historia de amor tóxico y obsesiones nos recuerda cómo, en ocasiones, la genialidad y la locura están más cerca de lo que pensamos, y es también un repaso a la idea de cómo muchos artistas llegan a destruir y a apoderarse del trabajo de sus musas.

Ofelia, de John Everett Millais


 Dora Maar, la artista a quien Picasso anuló

El malagueño ya era un genio indiscutible del arte con más de cincuenta años cuando conoció a la fotógrafa, pintora y escultora, que rozaba la treintena. La pasión fue inmediata. Poco importó que él estuviera casado con la rusa Olga Khokhlova, puesto que ya mantenía una relación con la jovencísima Marie-Thérèse Walter, madre de su hija Maya. Picasso convirtió a Dora Maar en amante y musa y la retrató en infinidad de ocasiones. Pero el creador del Guernica nunca estuvo hecho para ser fiel, y en 1943 puso fin a esta relación para abrazar a su nueva conquista, Françoise Gilot. Fue entonces cuando Dora Maar comenzó un declive personal que la llevó por diferentes psiquiátricos hasta que la soledad envolvió su vida por completo. Murió con 89 años sola y volcada en la religión. Culta, inteligente, vinculada al surrealismo y con gran conciencia social y política, Maar fue mucho más que la amante de Picasso. Prueba de ello es la biografía Dora Maar. Más allá de Picasso (Circe, 2103), escrita por Victoria Combalía en un trabajo al que dedicó veinte años de su vida, y que arroja luz sobre una fotógrafa de gran valía cuya obra y vida se vieron anuladas por el ego del pintor.



Camille Claudel, la escultora que acabó en el manicomio

Desde el 2017, la escultora francesa Camille Claudel (1864-1943) cuenta con un museo propio en Nogent-sur-Seine, la localidad donde residió cuando era adolescente, a algo más de cien kilómetros de París. Una justa compensación para una mujer a la que durante demasiado tiempo sólo se la calificó como amante y mera discípula del gran Auguste Rodin.

Claudel conoció a Rodin al trasladarse a París para formarse como escultora en una academia privada, puesto que en esa época la Escuela de Bellas Artes no admitía presencia femenina. Decidida y valiente, el artista no dudó en aceptarla como aprendiz, y juntos empezaron una relación tanto artística como sentimental. Camille colaboró de manera muy intensa en numerosas de las grandes obras del maestro francés, como Los burgueses de Calais o Las puertas del infierno, y se dice que era tanto su talento que hasta el maestro tenía celos de la alumna.

Rodin, que estaba casado, nunca se planteó que ella pudiera ser algo más que su segunda amante, ya que el escultor mantenía una relación con Rose Beuret. Durante los más de diez años que duró su historia, los celos y los choques entre ambos fueron notables. El arte los unía, pero su historia personal era tormentosa. En su correspondencia de la época, la joven afirmaba que Rodin llegaba incluso a presentar obras de ella como si fueran propias, aprovechándose así de su talento.

Conscientes de que separar vida y obra en casos como el de Claudel es muy complicado, el objetivo de los responsables del museo que lleva su nombre es recorrer su carrera escultórica con independencia de su trayectoria sentimental. Que su relación con el artista no eclipsara el arte que ella desarrolló en vida.  “Le enseñé dónde encontrar oro. Pero el oro que ha encontrado es sólo suyo”, dijo de ella Rodin al final de su vida.

Por hallar el oro, Camille pagó un alto precio emocional y artístico. Como tantas otras mujeres, sufrió en primera persona el rechazo por llevar una vida nada convencional para una mujer de su época. Considerada por muchos una artista maldita, a raíz de su separación del artista, y por decisión unilateral de su familia, Claudel acabó internada en un manicomio cerca de Aviñón, de donde nunca saldría. Tampoco volvió a esculpir en esos treinta años. 

La gran actriz francesa Juliette Binoche, a quien siempre fascinó la vida de la artista, se puso en su piel en la recomendable película Camille Claudel. 1915, un retrato por la desolación y la soledad en la que vivió sus últimos momentos la escultora.



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