Los más jóvenes no lo recordarán, pero hubo en este país una época esplendente en que una familia normal, con dos hijos, podía comprar un piso mediante el pago de una hipoteca sensata, e incluso los niños iban a un colegio de pago y luego tenían prácticamente asegurada una carrera universitaria. Era una época en que los espirituales unicornios pastaban en campos esmeralda y dicen que el odio y la envidia habían desaparecido entre los humanos. Esa misma familia, si trabajaba duro y ahorraba -porque se podía ahorrar-, incluso podía comprar una segunda residencia -en la manga del Mar Menor-, y los más esforzados viajaban a destinos exóticos, como Granada o las Canarias. Dicen las leyendas que incluso alguno había oído que se contaba que alguien había salido al extranjero -y no en busca de trabajo-. En 2017, los mileuristas se han convertido en una especie a estudiar, porque son tan raros como la rana ghoper del Misisipi. La precariedad laboral y la necesidad de cambiar de zona para ganarse las lentejas impide el acceso a la propia vivienda, mientras que los alquileres -al amparo de esa mentira que llaman “recuperación- se han visto incrementados hasta un 25% al tiempo que los sueldos se mantienen más planos que el salar de Uyuni. El famoso ascensor social que en esos tiempos mitológicos hacía posible que unos padres humildes pudieran sacrificarse para que su chaval llegase a juez, ahora se ha gripado. Las condiciones antedichas obligan a pensárselo a la hora de tener hijos -véase lo estrechita de la pirámide demográfica-, y pretender cuadrar el círculo de las pensiones con este panorama es como andar sobre una capa de finísimo hielo. Un país no puede afrontar el futuro con las manos atadas a la espalda, y lo cierto es que no tiene ningún sentido que el show continúe si los que vienen después no pueden vivir mejor que nosotros. Creo que era Keynes quien lo escribía: “No es suficiente que el estado de las cosas que buscamos promover sea mejor que el estado de las cosas que lo precede; debe ser suficientemente mejor como para compensar el mal de la transición”. Hace poco estaba leyendo que el 1% de los españoles posee el 24% de la riqueza, y el 50% el 7%. Ahora quienes lo deseen pueden seguir dándole a la matraca catalana.