El desertor, de Siegfried Lenz


Puede que el entorno más propicio para retratar el desarrollo del absurdo sean las guerras. Cualquier guerra. Ese absurdo lo han traducido muchos autores, cada uno a su manera, en sus obras, bien porque vivieron alguna contienda, bien porque sus progenitores sufrieron en el frente y a ellos les tocó apechugar con las consecuencias. Hay algunos pasajes, en los cuales Siegfried Lenz pone a hablar a sus criaturas, en los que se nos transmite ese absurdo que Samuel Beckett representaría mejor que nadie: hombres charlando y esperando, en medio de esos territorios en los que no saben si encontrarán tropas hostiles o caras amigas. Véase este fragmento:

-Debemos de estar a punto… –dijo el Pandeleche, jadeando–. A punto de llegar.
Los arbustos salían disparados hacia arriba cuando ellos pasaban, poniéndolos con gracia a cubierto. Los dos hombres enderezaron la espalda.
-Aquí está el puente. ¿Ves a alguien?
-Nunca se ve a nadie.
-¿Seguimos avanzando? –preguntó Proska.
-¿Y luego?
-Tal vez los atrapemos.
-O tal vez sean ellos los que nos atrapen a nosotros.
-¿Qué vamos a hacer?
-Esperar.
-¿A qué?
-A que algo suceda.
-¿Y qué podría suceder?
-Eso no se puede predecir.
-¿Tienes miedo?
-¡Qué bobada! ¿Y tú?
-Yo voy a acercarme hasta allí –dijo Proska.
-Tú te vas a quedar aquí, Walter. Yo iré.
-Entonces, iremos juntos.

Siegfried Lenz quiso publicar esta novela, con cierta inspiración autobiográfica, en 1952. Su editor la rechazó. Una historia sobre soldados alemanes que desertan o se plantean hacerlo no era adecuada para el momento que estaban viviendo en Alemania. Justo al término de la Segunda Guerra Mundial (marco temporal de la novela) tal vez hubiera funcionado, pero luego esa visión ya no interesaba. Por eso el libro permaneció décadas en el olvido, hasta que lo publicaron en 2016 por primera vez, con el autor muerto dos años antes.

El desertor refleja perfectamente esas líneas borrosas de la guerra: el absurdo, las órdenes de los altos mandos que nadie discute pero nadie entiende, la solidaridad, la locura, el sinsentido, la paranoia, la falta de esperanza… Walter Proska, el protagonista que forma parte de una unidad de la Wehrmacht, acaba abandonando a los suyos para unirse a las tropas rusas, donde descubrirá que todo es la misma mierda, que tanto en uno como en otro bando lo que impera es el absurdo, la crueldad, la certeza de que unos y otros se deshacen de todos los que no os cuadran (palabras de Proska a un coronel, a quien le reprocha: La gente deja de presentarse en su puesto de trabajo de la noche a la mañana, sin que nadie sepa a ciencia cierta lo que les ha pasado. ¿Se puede saber qué hacéis con ellos?). Ya ha terminado la guerra, pero el sinsentido y las desapariciones, aunque sean en el lado ruso, continúan sucediéndose, algo que acaba reflejándose en el amargor del protagonista. Debemos celebrar que por fin se publique este libro, aunque Lenz no pudiera verlo. Aquí va uno de sus mejores pasajes:  

De repente, a un tiempo, a todos les invadió una especie de cansancio espeso, como si les hubiesen metido algún tipo de líquido viscoso en los huesos. A nadie le emocionaba ya la perspectiva de contemplar al gordo tragando fuego. En aquel momento, les daba lo mismo que se hubiera desperdiciado para nada una cantidad considerable de aguardiente. No les preocupaba en absoluto, en contra de lo habitual, no haberle extraído rendimiento alguno. Se quedaron en silencio, casi pensativos, y el ademán retador desapareció por completo de sus caras. Sus rostros revelaban que todos y cada uno de ellos estaban padeciendo una enfermedad que no resultaba menos dolorosa por ser colectiva e invisible, una enfermedad indefinible que fue creciendo y extendiéndose por encima de sus voluntades y que los llevaba a la conclusión de que cada estridente lamento, cada palabra superflua, cada maldita fórmula protocolaria eran extremadamente ridículas, y de que, dadas las circunstancias, lo mejor que podían hacer era mantenerse en silencio, disfrutar de aquella fatiga y entregarse sin titubeos a la imperturbabilidad sin límites del paisaje en el que habitaban. Esa extraña dolencia constituía una variante de la añoranza del vacío, una macabra nostalgia que hacía surgir en sus corazones el anhelo de zambullirse en las lejanas y cenagosas aguas del olvido, de no querer existir nunca más. Aquellos hombres sentían un tedio pesado, la cordura altanera que precede a la muerte.


[Impedimenta. Traducción de Consuelo Rubio Alcover]

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