Recuerdo un documental sobre el gran mistificador, Donald Rumsfeld, durante el cual le preguntaron acerca de la persona que más le apetecía conocer, y él respondió que al ministro de propaganda de Sadam, el mismo que mientras los tanques americanos estaban a las puertas de Bagdad, dijo literalmente “las tropas norteamericanas han comenzado a suicidarse en los muros de la ciudad. Les conminaremos a que cometan más suicidios rápidamente”. Está claro que entre gitanos no se leen la mano. Traigo esto a colación porque en la batalla constitucionalista que se libra en Cataluña, la guerra del agit-prop la hemos perdido. No quiero citar clichés archisabidos, pero la mentira, la añagaza bien argumentada tiene una fuerza que, en muchos casos, convierte los hechos en algo intrascendente. La fuerza del mito, su épica, resulta mucho más estimulante y atractiva que las guerras de cifras o las demostraciones legalistas. El famoso “relato” es lo que se impone, la movilización de las emociones, las construcciones simbólicas, la repetición de logos, el secuestro de las pantallas por historias tan falsas como fascinantes. Pero a quién le importa la realidad cuando la leyenda es mucho más cañera; esa necesidad de un cuento que ordene una realidad cruda e ilegible y la dote de sentido está grabado “in grain” en nosotros. Los grandes relatos que jalonan la historia desde Homero a Shakespeare transmiten lecciones de sabiduría, pero la propaganda funciona en dirección contraria: sobre la realidad traza conductas y orienta el flujo de las emociones, conforma modelos y protocolos, provoca cortocircuitos en los procesos racionales. Porque la gente no quiere datos, quiere creer, prefiere lo ficcional a lo factual, y especialmente en épocas de crisis, en las que la magia y la conspiranoia y el incienso quemado en honor a dioses excéntricos hacen su agosto. Hoy en día, el poder no se mide por la ejecución, sino por la realización, una puesta en escena de constante tensión dramática -en este caso por los independentistas- que conlleva un montaje de flujos de información, muy controlados y centralizados, la influencia en los medios de comunicación, la movilización estética de las masas para crear un espectáculo visual en las calles, todo en busca de una democracia que no delibere, que no juzgue a sus líderes ni la pertinencia de sus políticas, aunque estos les lleven directamente hacia el Leviatán. Básicamente, es una campaña electoral permanente en la que el discurso controla la realidad y la rediseña a su gusto, desvía la atención de lo esencial y crea un mundo de mitos y símbolos a fin de que todo el mundo respire en el interior de una atmósfera milagrosa. Este es el enemigo posmoderno que tiene que confrontar el estado español: universos virtuales, reinos encantados donde el mal y el bien se enfrentan, héroes y villanos, ciudadanos convertidos en espectadores que se limitan a recitar letanías y con un apetito por nuevas y más dramáticas historias, cada vez más violentas y desgarradoras, adaptadas en cada momento a sus estados de ánimo, que buscan acaparar el mayor número de audiencia posible en una espiral de telebasura. Y el estado español no puede únicamente permanecer atrincherado en la ley, en el monopolio de la violencia y las decisiones judiciales. Si el estado pretende que la nación española dure unos cuantos años más debe cambiar la estrategia apresuradamente y, sin renunciar al principio de realidad -la información contrastada que noquee al rumor, la noticia falsa, las manipulaciones-, crear historias que susciten adhesión, que emocionen, que cristalicen algo llamado España; crear mitos que se igualen a los relatos clásicos que transmiten lecciones basadas en la experiencia acumulada, que nos inspiren y nos den moral y herramientas para seguir construyendo un futuro de manera colectiva; que nos diga lo que el país ha sido, lo que es, lo que quiere ser, y la manera en que todos podemos movilizarnos en pos de ese objetivo. Pero, sobre todo, que no nos encarcele. Si quieren un ejemplo son espléndidos algunos anuncios de las Fuerzas Armadas, en especial uno en que aparecen cazas y destructores y de fondo solo se oyen pajaritos, niños jugando, porque “nunca oyes un caza cuando vigila nuestras fronteras, ni una fragata cuando patrulla las costas…”. Veraz. Emocionante. Patriótico sin estridencias. En resumen: la búsqueda de una tranquilidad para todos. Si logramos que lo imaginado no distorsione lo real, sino que lo enriquezca, lo haga seductor sin renunciar a la verdad y fije una cierta imagen de nosotros mismos, estaremos en el camino de hacerle frente a los grandes mistificadores, que mientras nos digan como dijo el surrealista ministro de propaganda iraquí: “Hoy he visitado Bagdad y no he encontrado invasores. Ustedes ven cómo los hemos expulsado a todos de esta ciudad. Están llorando fuera y esperando recibir balas. Serán asesinados en breve”, nosotros ya estemos tomándonos un cafelito con ellos. Gotcha Rumsfeld!