En algunas ocasiones (al menos a mí me sucede), la noticia de que tal o cual traductor se encargue de un texto ya es un indicio de una lectura de calidad. Me refiero no sólo a que un buen traductor siempre haga un gran trabajo, sino a que muchos de mis traductores favoritos tienen un gusto especial: los encargos que aceptan provienen también de sus filias, de sus gustos e intereses. En suma: nos suelen entusiasmar los mismos libros. Cuando vi que la traducción de Sylvia era de Carlos Manzano supe que no debía perderme esta novela.
No había leído a Leonard Michaels, si exceptuamos uno o dos de esos relatos que entran en las antologías, y Sylvia me gustó tanto que en la misma semana de la lectura me compré sus cuentos completos (en Lumen). Es una novela corta, de apenas 130 páginas, autobiográfica, sencilla y a la vez profunda, deliciosa y emotiva. Cuenta la relación conflictiva del autor con una mujer desequilibrada, una de esas relaciones en las que abundan las peleas, los celos, los desplantes, el sufrimiento. Está escrita de esa manera precisa que sólo encontramos ya en algunos narradores norteamericanos de hace unos años. Tanto me gustó que, apenas unos días después de su lectura, y aprovechando que es un libro breve, la releí. Aquí van unos extractos:
La verdad es que yo no sabía exactamente lo que estaba haciendo ni por qué estaba en Cambridge. Sylvia quería que estuviera allí y yo no tenía motivo práctico e inmediato alguno para estar en otro sitio: ni un empleo ni nada que hacer. Mi deseo de escribir relatos nada tenía que ver. No daba dinero. No era un trabajo. Cuando miraba la cara de Sylvia, me gustaba lo que veía, pero seguía sin saber por qué estaba en Cambridge. De pocas cosas estaba seguro. Durante la semana en que había estado fuera de Nueva York, la había echado de menos, pero mis sentimientos eran simplemente tan intensos como inciertos. Estando con ella en Cambridge, no sentía la necesidad de estar en otro lugar. Iba a ser un verano estupendo, florido, fragante. Yo tenía una novia y ninguna obligación. Bastaba con estar.
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Yo escribía y escribía, rompía todas las páginas y escribía algo más. Al cabo de un rato, no sabía por qué estaba escribiendo. Mi deseo original, ya bastante complicado, se volvió una compulsión agotadora, en parte a pesar de Sylvia. Trabajaba denodadamente en el cuarto frío, más de lo necesario, con la esperanza de que estuviera, así, justificado.
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Me veía demasiado embrollado con las palabras, la extraña relación de los sonidos, como si hubiera una música detrás de las palabras, como el extraño canto de un demiurgo del que procedían imágenes, realidades virtuales, calles, árboles y personas.
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A veces, mientras escribía en el cuarto frío, me sentía eufórico, como si hubiera trascendido todas las dificultades y hubiese hecho algo bueno. El relato se había escrito solo. No conservaba residuo alguno de mí. Estaba limpio. Un día después, al leerlo con espíritu más crítico, me sumía en los pensamientos más negros sobre mi destino. Deseaba tan poco: tan solo un relato que no me hiciese sentirme avergonzado de mí mismo la semana siguiente o cinco años después. Era desear demasiado. El relato que había escrito no era bueno, lo que me rompía el corazón. Yo no valía.
-¿Ya te vas a tu agujero?
Tenía la sensación de estar cavándolo.
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Estoy sin trabajo, sin trabajo, sin trabajo. No he publicado nada. No tengo nada que decir. Estoy casado con una loca.
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Era difícil, de momento en momento –al caminar, hablar, reír, escribir, cagar– no decir o hacer algo que hiriera a Sylvia.
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A veces, después de una pelea, íbamos al cine. Era como ir a la iglesia. Entrábamos entre la gente, encontrábamos nuestras butacas, mirábamos hacia la luz y sucumbíamos a la vasta imaginación común. Al salir, nos sentíamos cariñosos y buenos, con las heridas curadas. En la sesión continua de la calle Cuarenta y dos, nos sentábamos en el gallinero, con los muy fumadores y los que comían palomitas tanteando con los dedos y rechinando con la boca. Otros chupaban chocolate, lamían helados y hacían sonar los envoltorios de caramelos. Había borrachos y bobos que hablaban a la pantalla. Los vagabundos escupían en el suelo. Era un cine como Dios manda, lugar para los insomnes de Manhattan, como un zoo, pero, con su anonimato en masa, daba sensación de intimidad. Podíamos ir al cine juntos aunque veinte minutos antes hubiéramos estado gritando como si fuésemos a matarnos. En la silenciosa desolación que seguía a una pelea, yo podía decir: "¿Quieres ir al cine?".
[Libros del Asteroide. Traducción de Carlos Manzano]