Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio. Fue a primera hora de la tarde. Yo había ido como de costumbre a misa de doce menos cuarto y después a comprar unos dulces a la pastelería del centro comercial de la ciudad, un conjunto de edificios provisionales construidos después de la guerra. Cuando volví, me quité la ropa de domingo y me puse un vestido de estar por casa. Después de que los clientes se marcharan y de que echáramos el cierre de nuestra tienda de ultramarinos, empezamos a comer.
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Todo el mundo vigilaba a todo el mundo. Era obligatorio conocer la vida de los demás para hablar de ella, y amurallar la de uno mismo para que no hablaran de ella. Había que saber sonsacar a los demás pero sin dejarse sonsacar, y sólo decir "lo que realmente se quería contar". La distracción favorita de la gente era verse los unos a los otros.
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La salud era una cualidad, "no tiene salud" era una acusación y una señal de compasión. La enfermedad, fuera lo que fuera, se hallaba confusamente unida a la culpa, como si se reprochara al enfermo haber bajado la guardia frente al destino. Pocas veces se concedía a los otros el derecho a estar enfermos con todas las de la ley, siempre se sospechaba que estaban demasiado pendientes de sí mismos.
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La vergüenza siempre lleva consigo la sensación de que, a partir de ese momento, puede sucederte cualquier cosa, de que es algo que no tiene fin, pues la vergüenza se alimenta de vergüenza.
[Tusquets Editores. Traducción de Mercedes y Berta Corral]