Con el principio del frío, los humanos, al igual que las pequeñas tablillas de madera del parqué, vuelven a encajar, poco a poco, dejando apenas un rastro de astillas, por los roces de los bordes y las colisiones intercostales, inapreciable la mayoría de las veces al quedar enterrado por la propia tablilla, en el suelo, en las tripas del retroceso, donde todo se calma y vuelve a la posición inicial.
Las personas, o al menos las humanas, deberían tener juntas de dilatación. Un pequeñito espacio de separación y vacío, suficiente, para cuando el calor empieza a tejer nudos de locura en la cabeza, y las estructuras se deforman, chocando unas con otras, y destrozando a la pieza contigua, consiguiendo que el puente se venga abajo,
sin ningún margen a la maleabilidad del ego, que sin duda, siempre es el pilar de carga.
Quizá, por eso, hay que andar siempre descalzo en invierno, arrastrando mucho los pies, para tratar de descubrir, en el campo minado de astillas de madera, qué tablillas han vuelto a encajar, y cuáles no. Y esconder un pequeño paracaídas, bajo el jersey holgado, por si en cualquier momento hay que saltar de uno de esos puentes que nunca tendrá juntas de dilatación.