Prosa poético-veraniega


Se suceden las novelas y todavía no he escrito nada. Apenas la primera letra de un bosque en el que me pierdo como un náufrago.

El sentido de lo que escribo es la permanencia del cambio. El desvarío de una palabra que no tenía pareja de baile en el festival del diccionario y se puso a escribir libros para desahogarse.

Hemos olvidado el esfuerzo de lo manual. Cada palabra es una penitencia extraña, cada frase un desfallecimiento súbito.

Alcohol, chocolate y escritura… tres placeres traicioneros que se vuelven en tu contra. Aunque el chocolate es el más noble.


La extrañeza es una sensación continua que me asalta y me despelleja sin contemplaciones. El viento quiere que pase página. El chocolate desea testimoniar su presencia en el papel. Pero a mi me gustaría seguir escribiendo para siempre en esta misma página, que por desgracia se acaba.

Tal vez no sea capaz de escribir sobre las cosas que de verdad me importan. La escritura es un acto de fe que no cree en divinidades. Si escribir me da pereza, ¿estaré perdiendo mi vocación? Hemingway estaba convencido de que, por encima de todas las borracheras, permanecían los recuerdos importantes. Yo no lo tengo tan claro. Mis palabras son ramas secas que se desmoronan ante el rugido del viento.  

¿Qué demonios significa ser escritor? Quizá el día que lo comprenda podré dormir tranquilo, sin mayores pretensiones que sentir los latidos de mi corazón. En todo caso, la vida vale la pena. Los suicidas son autómatas que desfilan en una pasarela macabra para los filósofos.

Busco a la vez la excitación y el ensimismamiento. Me adelanto a la letra siguiente. Empieza mi figura a reflejarse en el fondo de este vaso. Veo misticismos por todas partes. Me los invento y digo que son míos. La pereza y el aburrimiento tal vez sean las verdaderas fuerzas creativas, la necesaria contención en este lío y el imprescindible acicate para los comienzos.

El único viaje importante es el espiritual. Mover el cuerpo carece de sentido. Las debilidades de la espalda son una cordillera que escalo en monopatín. He añadido la música a este cóctel que, de tanta efervescencia, se queda en un intento fútil de evanescencia. Quisiera poder hacer música con el tintineo de un boli.

Lo único seguro es que beberé de la copa que me regalaste hasta apurar la última gota. Beberé aunque ya no quede nada más que el recuerdo del deseo, el olvido cerniéndose sobre nosotros como un manto de estrellas disecadas.

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