Cuando rondaba la treintena, David Carr era adicto a las drogas. Y manipulaba a quien hiciera falta con tal de conseguir otra dosis. Y bebía sin medida. Y agotaba la paciencia de sus empleadores. Y vendía cocaína defectuosa. Y las terapias de desintoxicación no le surtían ningún efecto. Y golpeaba a su pareja. Y tuvo que dejar a sus hijas en una casa de acogida porque era incapaz de cuidarlas.
Antes de cumplir la cincuentena, David Carr había dejado atrás sus adicciones, ya no dependía de los servicios sociales, había recuperado la custodia de sus hijas, había superado un cáncer, se había casado nuevamente y mantenía una relación muy sana con su mujer, y había escalado posiciones en el periodismo hasta convertirse en uno de los escritores más respetados de The New York Times.
Ambos retratos, pese a los veinte años transcurridos, pertenecen a la misma persona. En La noche de la pistola, David Carr investiga su propio pasado. Y lo hace valiéndose de las herramientas propias del periodismo: se sumerge en archivos policiales, desempolva expedientes médicos y, sobre todo, entrevista a sesenta personas que le quisieron y le sufrieron. David Carr se enfrenta a los episodios más oscuros de su vida para quitar el maquillaje que, conscientemente o no, todos vertimos sobre nuestras biografías.
La gente normal, los que no son borrachos ni drogadictos, cuando beben demasiado tienen una resaca espantosa y deciden no volver a hacerlo. Y no lo hacen. Un adicto decide que ha habido algún problema con su técnica o las proporciones. ‘Demasiada coca, o demasiado poca. Fue la ginebra, a partir de ahora solo alcohol pardo. Y agua, me olvidé de beber agua.
O quizá fue la falta de comida. La próxima vez que quiera tomarme unos chupitos con el estómago vacío a las tres de la tarde, me pediré un sándwich de queso a la plancha, eso lo cambiará todo.
El detective
Aquí deberíamos resumir la vida de nuestro autor. Pero, en el caso de David Carr, eso es mucho pedir. Como él mismo afirma en la página 133 de La noche de la pistola: «Todos contenemos multitudes». Por eso, nos limitaremos a enumerar los aspectos más objetivos de su vida.
Nació el 8 de septiembre de 1956 en Mineápolis.
Murió el 8 de septiembre de 2015 en Nueva York, en plena redacción de The New York Times, periódico en el que trabajaba.
Todo lo demás, si fue un crápula o un padrazo, un malqueda o un trozo de pan, un metepatas en serie o un hombre dotado con una voluntad de hierro, lo sabrás en las páginas de su libro. Pero te adelantamos que David Carr fue todo lo anterior al mismo tiempo. Y muchísimas otras cosas.
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