Llevas veinte años escribiendo relatos. Estás convencido de que te has servido de la pluma con cierto fundamento. Personas en cuyo juicio confías están dispuestas a testimoniarlo.
Pero nunca te aceptan nada, no te publican. No te admiten en su compañía, en su partida de bandoleros. ¿No era eso con lo que soñabas cuando susurrabas tus primeros versos?
¿Estás pidiendo justicia? Ya puedes esperar sentado: esa fruta no crece por estas latitudes. Un puñado de deslumbrantes verdades deberían haber cambiado el mundo para mejor. ¿Y qué ha sucedido en realidad?...
Tienes una docena de lectores. Ojalá fueran menos…
Además, no te pagan: eso es lo malo. El dinero es libertad, espacio, son caprichos… Hasta la miseria se hace más llevadera cuando tienes dinero…
Aprende a ganarlo sin convertirte en un hipócrita. Trabaja de estibador, escribe por las noches. La gente conservará de ti lo que deba conservar, como decía Mandelshtam. Así que ponte a ello…
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¿Cómo acabé el día que llegué a la treintena, tras la fiesta frenética que dimos en el restaurante Dniéper? Llevaba la vida de un artista independiente. Es decir, que estaba sin empleo y me ganaba el sustento con el reporterismo ocasional y ejerciendo de negro en la redacción de las memorias de varios generales. Las ventanas de mi vivienda daban al vertedero.
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Mi amigo Bernóvich solía decir:
-Un verdadero artista tiene que tener resueltos todos sus problemas antes de cumplir los treinta años. Todos excepto uno: ¿por qué escribir?
Yo alegué que los problemas verdaderamente importantes no tienen arreglo. Por ejemplo, el conflicto entre padres e hijos. O las contradicciones entre los sentimientos y el deber…
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Pasaban los años. Nadie me publicaba. Bebía cada vez más. Y a cada poco encontraba nuevas excusas para hacerlo.
Hubo largas temporadas en que vivimos exclusivamente del sueldo de Tania.
[Fulgencio Pimentel. Traducción de Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea]