Esa máquina en constante movimiento que es mi cabeza, un mecanismo imparable, un reloj que incesante y sin cuerda marca las horas, aunque yo no quiera, aunque intente pararla, la máquina de mi cabeza sigue marcando las horas... Eso pienso, porque no puedo dejar de hacerlo, intento no pensar en nada pero una y otra vez me sorprendo pensando... Cuando llegue a casa después del paseo, cuando me agote caminando y descongestione un poco mi cabeza volveré a centrarme en los temas, no antes, no ahora, mientras aún camino, porque si he salido de casa es justo para no pensar en ellos. No pensar ni en los pasos ni en el cartero ni en las tarjetas ni en la oposición ni en los temas... Aunque, no obstante, me digo, no querer pensar en ellos es justamente hacerlo, recordarme una y otra vez que no debo pensar en los temas es en el fondo pensar de nuevo en ellos... Y no quiero hacerlo. Ni pensar en ellos ni recordarme a cada instante que no debo pensar en ellos... Camino a buen paso por la orilla del río sin pensar en nada, observando a la gente, observando a los perros, las palomas, las nubes, sin pensar en nada, me repito. Disfrutando el momento, la sensación, el instante, porque eso también es complicado, la cabeza está siempre en otra parte, en cien partes distintas, y no gozamos en su plenitud del instante... Qué absurdos y qué insignificantes somos, en el fondo, insensibles y atrofiados para tantas cosas, máquinas imparables de cálculo... Tantas horas bajo el flexo, con los temas, sobre el cronómetro, frente al ordenador, me impiden cuando salgo relajarme y disfrutar el momento, pienso, somos como autómatas, casi toda la gente en la ciudad camina y se comporta automáticamente, se rige y se comporta de un modo automático, condicionada por el trabajo, por los horarios, por los semáforos, por los relojes, codificada por los periódicos y la televisión...
Vicente Muñoz Álvarez,
de El merodeador (ACVF editorial, 2016).