Se intentó todo, la maniobra de Heimlich incluso en su vertiente más amorosa. Romántico ahogamiento por amor. Tragarse un mar y perderte entre brazadas. Cómo olvidar que la piel nunca fue aislante de nada, que nuestra carne era el pedazo de eterno concavo/convexo en la misma isla. Nunca rechazó mi cuerpo tu latido. Nunca. Así que te quedaste a vivir dentro, en un cuento infinito. Yo me dispersé aprendiendo idiomas, cerrando la puerta de mi habitación y drogándome con música y toda la lluvia que era mi cuerpo. Tú en mis ingobernables dominios de la sangre seguías labrando los temblores. Con un calor que traspasaba el somier y varias capas tectónicas. Habitante. Aprendiste mis huecos, mis desiertos níveos y todos mis silencios. Descabalgué el miedo, vacié los podios. Abastecida de emocionantes noches que devienen en vómito. Mis posibilidades de olvido se reducían a meros empujones de los recuerdos como un pinball maldito y trucado. Como el ángel exterminador de Buñuel, imposible desalojo de ti.
Llenamos la placenta de sueños que alumbraríamos despacio y estremecidos.
Pensé que sólo el dolor era para siempre e in crescendo como lo ilegible en la letra del alcohólico. Pensé que no era sano crecer en un lugar sin trenes, ni puentes, ni ríos. Y aún así fui capaz de perder los primeros, saltar de los segundos y ser arrastrada por los últimos.
Nunca fuimos tibios. Y por ello nunca seríamos pasado.