Piglia y (su otro) yo

Sin Ricardo Piglia, nuestra idea de la literatura sería más miope. Ese legado excede su obra: ha conseguido instalarse en nuestro software lector. Parecía imposible repensar la literatura desde donde la dejó Borges, y construir con semejante punto de partida una lógica original y un tono propio. Esa proeza, entre otras, la logró Piglia con naturalidad. Como teórico, demostró ser un narrador ejemplar. Como narrador, se convirtió en un teórico inigualable. Sinergia que propone un modelo mucho más fértil que cualquier academia. Con su examen en clave de las violencias históricas, Respiración artificial nos mostró hasta qué punto el hermetismo puede ser una respuesta política. Cómo toda escritura entre líneas funda una máquina de monstruos y metáforas. Y que todo soliloquio es, tal vez, una carta dirigida a otra clase de yo. A cierta identidad que sólo toma cuerpo en la acción imaginaria. Formas breves contiene algunos de los ensayos literarios que más me han cautivado. El ojo escrutador de Piglia era capaz de investigar cualquier asunto en clave policíaca, incluido el psicoanálisis o la memoria propia. Esa mirada transformaba la naturaleza del material, no tanto interpretándolo como reescribiéndolo, sumándole una capa de autoría. En eso fue radicalmente borgeano. Sólo que él expandió su horizonte a dos terrenos en los que Borges eludía aventurarse: las vanguardias históricas y los conflictos políticos. Justo ahí es donde intervienen sus otros dos referentes nacionales, Macedonio y Arlt. En ese sentido, más que perturbar el canon, Piglia lo reordenó magistralmente. En la segunda entrega de sus diarios (que movilizan una pregunta sobre la ficción de la identidad, y viceversa), su álter ego Renzi observa que «hablar de escrituras del Yo es una ingenuidad, porque no existe el yo al que esa escritura pueda referir». Después agrega: «Nosotros no éramos, pero vivíamos así». Piglia cultivó una educación y una elegancia personal poco frecuentes. Tengo el convencimiento de que esa actitud íntima es parte de su trabajo estético. Al fin y al cabo, él mismo nos enseñó que la vida va escribiéndose. En su caso, hasta el último instante de la conciencia, ese blanco nocturno.

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