El tren parece meterse en una ratonera, el barranco se estrecha repentinamente, los montes no son muy altos, pero se cierran sobre él, parece que no hay salida, y de repente el embudo da paso a una meseta llana y fácil de cruzar. Hemos subido a los ochocientos metros y durante unos kilómetros el ferrocarril no se tropieza con ningún obstáculo. Pero pasamos Muniesa y vuelven las montañas. Y pasa lo mismo, las montañas se van cerrando sobre la vía, la van arrinconando, obligan al tren a curvas cerradas, terraplenes, trincheras y cuando el túnel parece inevitable, el tren encuentra un paso oculto entre dos peñascos y llega a su punto más alto, a más de mil cien metros. Esta vez no salimos a un nuevo altiplano, sino que bajamos velozmente a un valle estrecho y fértil, un valle de fondo plano y verde, con muchos campos de frutales y choperas junto al río. Ya casi hemos llegado a Utrillas, el pueblo que da nombre al tren. Pero no llegaremos hasta sus casas. Un corto pero infranqueable cañón nos detiene a muy pocos kilómetros de la localidad. (...)
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