Como todas las mañanas, rindo hoy culto a mi dios. Oraciones que se hacen pronto evanescentes en la atmósfera rojiza de este sórdido desván que ahora comienza a desdoblarse. El universo entero se condensa en estos cuatro muros y en el contenido de mi pipa. Lo demás ya son quimeras, retazos vaporosos de un lugar prosaico que recuerdo con horror. Hace tiempo De Quincey me convenció de lo infructuoso de la lucha: la intemperancia es más rentable. Cada día me visitan en mi cuarto númenes del gremio con los que recorro dimensiones inquietantes. De todas ellas, el País de Yann es mi predilecta. Accedo a él en el Pájaro del río para demorarme contemplando la entrada marfileña a Perdondaris. Pero el País de los ensueños es ilimitado: Angria, Celephais, Kadath, Polaris y cuantos dominios puedas concebir en tu delirio. Allí campan a sus anchas las razas de la noche. Sílfides y ondinas, cíclopes y sátiros, monstruos y prodigios te acompañan haciéndote sentir el gozo inefable del olvido. Aunque luego está el regreso. El camino va tornándose sombrío mientras se diluyen los ensueños. Pálidas estrellas iluminan el sendero que conduce a la morada terrenal y amorfas entidades esperan en sus lindes que cometas un descuido. Sólo con la luz de la mañana te cercioras de que has cruzado íntegro el umbral, burlando su custodia. Entonces rezas a tu dios con gratitud y sin dudarlo te dispones a emprender otro viaje.
Vicente Muñoz Álvarez,
de Marginales
(Excodra Editorial, 2015).