Todos los poetas escriben sobre la noche,
la tienden en el piso,
se recuestan apoyándole la panza
y le arrugan los bordes.
Me dispongo, por así decirlo,
al mismo rito.
Un gato se asoma por la ventana.
Tiemblo.
Reclama su sed brutal,
su memoria.
Tiene los ojos pardos
como si hubiera sabido deglutir parte del día
a bocanadas. Tiene los colmillos más hermosos
que jamás haya visto.
Entonces, hago una seña brusca
el ademán donde se espanta a la sombra que acecha.
Todo parece ser en vano, el gato no se va,
la noche no se deja escribir como hacen los poetas
que prolijamente van al cielo.
Insisto en la escritura.
Y tengo miedo.
Y tengo miedo.
A lo mejor, la palabra noche
y sus secuaces,
brillen a la luz de unos colmillos blancos
y hermosos
como
mis
huesos.