Nada más aterrizar me llevó a un restaurante en un pueblo perdido, uno sin grandes pretensiones, ni estéticas ni gastronómicas, lo que facilitó la elección del menú. Era un negocio familiar, de comida casera, de esos que huelen a caldo de carne al entrar y el dintel de la puerta es tan bajo que hay que agacharse para pasar. Hacía muchos años que no comía sobre un mantel de papel blanco. Pensaba que ya no existían, incluso tuve ganas de dibujar sobre él. En el centro de la mesa había un dispensador de palillos de madera y no pude aguantar la tentación de hacer una especie de aspa entrelazando varios, como me enseñó mi padre cuando era niño. Llevar cincuenta años viviendo en Londres hizo que me emocionara cuando una señora mayor con mandil puso sobre la mesa un puchero de cocido montañés...