1. En perturbadora sincronía, hoy Nueva York ha amanecido repentinamente lluviosa. Sin embargo hasta ayer, martes 8 de noviembre, el tiempo aquí venía siendo soleado y expectante. He pasado las últimas semanas recorriendo el país con una misma inquietante sensación. La de que, dentro de la burbuja cultural (universidades, ferias del libro, encantadora gente interesada en la lectura), todo el mundo rechazaba a Trump y estaba convencido de que perdería. Mientras que, fuera de ese entorno ilustrado, los indicios eran bien distintos. Incluso en ciudadanos teóricamente incompatibles con el nuevo y peligroso presidente de los Estados Unidos. Un par de noches atrás, en un bar hispanohablante de la Séptima Avenida, me quedé conversando con un camarero boliviano. Mi interlocutor paceño llevaba bastantes años trabajando en la ciudad, que es un territorio de aplastante mayoría demócrata. Cuando le saqué el tema de las elecciones, dando por sentada su antipatía hacia un blanco multimillonario que habla de la inmigración como si fuera la peste, el camarero me explicó tranquilamente que votaría por Trump. Me habló de seguridad, economía y libre comercio. Me quedé tan perplejo como en guardia. Aquella insólita penetración del discurso xenófobo no podía ser simple coincidencia.
2. Al día siguiente, en un café del Midtown, asistí interesado a la pregunta que un camarero mexicano recitaba, una y otra vez, frente a cada cliente que se acercaba: So who’s gonna be the new president of the United States? No me pareció escuchar tantas respuestas entusiastas a favor de Clinton, ni siquiera entre las mujeres. Lo que predominaba era más bien el sarcasmo o la indiferencia. El ejemplo más gráfico fue la respuesta que un cliente negro y de edad avanzada (es decir, alguien que en su infancia sufrió la América segregacionista que en cierta forma reencarna Trump) le dio a mi incansable encuestador: I don’t mind who’s gonna be the president, man. I just don’t fucking mind! No pude evitar preguntarme si aquel hombre hubiera respondido igual ante una nueva candidatura de Obama. Esa misma noche, tomé un taxi hacia el Downtown. Y su conductor ucraniano fue contundente al resumirme sus motivos para preferir al aliado de Putin: Trump is a real guy.
3. Frente al decidido, casi furioso apoyo que muchos simpatizantes mostraban hacia el flamante presidente, los partidarios de Clinton parecían oscilar entre la tibieza y la incredulidad. Lo cual se debía, al menos en parte, a la desilusión que les causó la derrota del valiente Sanders, candidato que hubiera movilizado mucho mejor al electorado progresista. Incluso mientras el recuento de votos avanzaba, cuando los números comenzaron a arrojar resultados alarmantes, los partidarios de Hillary a mi alrededor siguieron reaccionando como si aquello no estuviera sucediendo realmente. Son sólo los primeros datos, me decían. Todavía faltan las ciudades más pobladas. Hay que esperar a los estados clave. Y así hasta la impotencia de la madrugada. Acaso la misma impotencia que les impidió reaccionar de forma resuelta y coordinada contra el fenómeno Trump.
4. El triunfo de Trump es, naturalmente, una pésima noticia en sí misma. Aun así, con independencia del resultado, quizá lo más alarmante de todo sea lo que su figura representa como síntoma colectivo. Aunque al final hubiera perdido las elecciones, los sesenta millones de personas que lo votaron seguirían ahí, con parecidos principios. Y eso, por desgracia, no se va a arreglar ganándole las próximas elecciones. La impactante adhesión lograda a lo largo de este año supone la emergencia de la América terrible del gótico sureño. Ese país de raíz fanática, discriminatoria y patriarcal que imaginábamos perdido en las narraciones de Flannery O’Connor, en las crueles ficciones de Faulkner, Steinbeck, William Goyen o Erskine Caldwell. Aquel mundo no ha desaparecido en absoluto. Más bien parece haber mutado y encontrado al fin su descendencia en las urnas. En cierto modo, tras este resultado, Estados Unidos se verá forzado a hacerse cargo de su autorretrato. A enfrentarse a sus propios demonios, apenas reprimidos hasta ahora por el cordón sanitario de la corrección política.