Patria

Hay un mal que es como una ráfaga de halitosis, un mal silencioso, sin aspavientos, que hace que tengas que marcharte de los sitios con impotencia y rabia. Ese mal es el que describe Fernando Aramburu es su inmensa novela “Patria”, un fresco de la sociedad vasca que describe el proceso de radicalización de una masa que sigue al pie de la letra los procesos descritos por Elias Canetti en su ensayo “Masa y Poder”. La búsqueda de un enemigo exterior, la culpabilización de las víctimas, la adulteración de las leyes, el culto a los héroes, la repetición de una mentira que acaba por transformarse en dogma, el maniqueismo, la conformación del “Volk”, la perversión de los lazos familiares, la corrupción de la amistad… Los diversos personajes que recorren los numerosos capítulos cortos son pedazos prismáticos que van girando para describir las décadas de terrorismo en Euskadi, el efecto de la lucha armada en la cotidianeidad, un retablo privado situado como un Belén a la manera de Scott Fitzgerald, cuando aseguraba que emplazamos la guardia más fornida ante las puertas de la Nada, tal vez porque la condición del vacío es demasiado vergonzosa para ser divulgada. Hay una escena terrible que compendia las 642 páginas: cuando la víctima, ya acosada por los radicales, intenta continuar con sus costumbres, la ruta de cicloturismo dominguero junto a sus cofrades habituales, y de repente el silencio que ha marcado un círculo de tiza a su alrededor, el disimulo, el reproche mudo, la presunción de culpabilidad que termina por herrar su mejilla con un hierro ardiente. Nueve personajes que de una u otra forma, da igual a qué bando pertenezcan, pagan su libra de carne al dios caníbal del proceso armado.  Víctimas, victimarios, padres, hijos, amores, amistades, sueños… todo se lo lleva trampa, como se suele decir, cobrando especial densidad trágica la figura de las madres, ese matriarcado del norte, con sus raíces hundidas en atavismos tenaces que convierten una figura benévola en algo irreconocible. Patria es una novela que bien puede ser merecedora de un premio Nacional de literatura, porque muestra empatía, porque habla de la culpa y la responsabilidad, porque nos recuerda que la libertad, para mantener sus atributos, ha de mantener una dialéctica que anule ese siniestro silencio. 

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